Se pone fin a una guerra de 52 años entre el Estado colombiano y las FARC
Tras una lectura reposada, la FIP analiza algunos de los temas que serán cruciales una vez se pongan en marcha los recientes acuerdos sobre cese al fuego y hostilidades bilateral y definitivo, la dejación de las armas, garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales, y también sobre el mecanismo de refrendación.
Nuestros investigadores aterrizan el cese y la dejación de armas del papel al terreno y desglosan las novedades para blindar la implementación de los acuerdos de la amenaza del crimen organizado, así como las tareas a largo plazo que tiene el Estado para contrarrestar la influencia de estos grupos. También aclaran que el crimen organizado tiene múltiples caras y que no es correcto seguir asociándolo, únicamente, con el paramilitarismo. De igual forma, ponen el foco sobre asuntos que han pasado desapercibidos como las milicias de las FARC y la propuesta que hacen el Gobierno y la guerrilla sobre un “pacto político nacional”, con la participación de diversos sectores sociales.
Este especial también analiza la forma en que posiblemente las FARC harán política durante el proceso de dejación de armas, como un llamado a evitar tensiones durante la implementación de los acuerdos. Otro de los artículos se centra en la forma como el plebiscito por la paz contribuye al fortalecimiento del Estado de Derecho en Colombia. Y otro más, evidencia la necesidad de articular el nuevo Código de Policía, el Acuerdo de Participación Política y la normatividad existente, en aras de garantizar el derecho a la movilización y la protesta.
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Posibles combatientes desmovilizados
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Zonas y puntos de transición
Cerca de
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Armas podrían entregarse
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Días para desmovilizarse
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Posibles milicianos desmovilizados
Sin lugar a dudas, el Acuerdo sobre cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo, y dejación de las armas alcanzado el pasado 23 de junio entre el Gobierno Nacional y las FARC, significa un paso importante hacia la firma del acuerdo parcial sobre Fin del Conflicto –o punto 3–, que hace parte de la agenda trazada entre las partes. Puntualmente, se avanzó en dos de los siete subpuntos de los que consta el punto 3. Por un lado, quedó listo el de cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo y, por el otro, el de dejación de armas que también incluye la “reincorporación de las FARC-EP a la vida civil” ver Acuerdo General.
Este anuncio puede verse desde por lo menos dos dimensiones. Una política, que tiene que ver con el contenido de todo el proceso de negociación entre el gobierno y las FARC, así como con los efectos en diferentes sectores del país. Y una técnica-operativa relacionada con algunos puntos que en el papel indican que el cese y la dejación de las armas fueron concebidos cuidadosamente. Sin embargo, quedan preguntas en el aire que es importante considerar para que el proceso avance con los menores tropiezos posibles.
Desde que se dio a conocer el Acuerdo General para la terminación del conflicto, el 26 de agosto de 2012, quedó claro que sus seis puntos, si bien serían discutidos y negociados por separado –incluso conformando grupos especiales de trabajo–, estarían articulados para tratar temas neurálgicos para que Colombia transite de un conflicto armado a un contexto de postacuerdo marcado por medidas modernizantes y de desarrollo, sin la presencia de un grupo armado como las FARC.
En el acuerdo sobre el cese al fuego y de hostilidades pueden verse las principales líneas bajo las cuales las FARC y el Gobierno han concebido la terminación del conflicto y las nuevas relaciones de convivencia. Una de estas líneas, que quedó explícita en el acuerdo parcial sobre participación política, es que las armas se dejarán, ante todo, como primer paso para que un grupo armado transite hacia un movimiento político y para que “armas-proselitismo-política-participación” dejen de ser factores de una misma ecuación.
Esta línea también tiene que ver con otro principio rector de esta negociación de paz: la estigmatización debe cambiarse por el principio de deliberación. Los miembros de las FARC que decidan participar en política o conformar movimientos sociales, así como sus competidores de todo corte y tinte político, tendrán que pensar que el cese al fuego definitivo y la dejación de las armas son una condición sine qua non y una oportunidad para dejar de ver a los adversarios políticos como el “otro que hay que eliminar”.
Quedará por ver qué cara tendrá esta actividad con un aparato de guerra desactivado, que también engrosará las filas de una sociedad que demandará que lo acordado se implemente y no pase a ser un simple canto a la bandera. Muchas armas podrán dejarse y fundirse para construir monumentos, pero adquirir unas nuevas no será tarea difícil si lo anterior no se cumple, más aún cuando hay economías criminales que presionarán para que, por ejemplo, los mercados de tráfico ilegal de armas sigan teniendo demanda.
De ahí que la necesidad de repensar lo político –en un contexto de cese definitivo y posterior a la dejación de las armas– esté atravesado por el cumplimiento real de “las garantías de no repetición” por parte de todos los actores y sectores que tienen algún tipo de responsabilidad en el conflicto armado.
"Repensar lo político, tras el fin del conflicto, está atravesado por el cumplimiento real de “las garantías de no repetición” por parte de actores y sectores que tienen responsabilidad en el conflicto armado"
Desde el punto de vista de las actividades en terreno, los acuerdos del 23 de junio brindan claridad en cuanto a definiciones, cronogramas y procedimientos para avanzar en la desactivación de las FARC.
Con relación a la terminología, cabe destacar la diferenciación al emplear los términos “cese al fuego y de hostilidades definitivo y bilateral” para denotar la terminación total de todas las acciones ofensivas entre la guerrilla y las Fuerzas Militares y contra la población civil, así como la expresión “dejación de las armas” para referirse a la entrega física de todos los arsenales a un tercero neutral (la ONU). Con esto queda claro que va a haber una entrega voluntaria, producto de una negociación y no como consecuencia de una derrota militar total.
Frente al alcance temporal y espacial del proceso, las partes optaron por un esquema expedito, con límites geográficos, suministro de información, garantías de seguridad para los participantes, beneficiarios, miembros del mecanismo de monitoreo y verificación, y de las comunidades que puedan verse afectadas directa o indirectamente, así como lo recomiendan los estándares internacionales y como lo hemos venido proponiendo desde la FIP. Al respecto cabe resaltar el nivel de detalle del cronograma propuesto para llevar a cabo el cese y la dejación de las armas en un periodo de seis meses. Esto puede ayudar a aumentar la tasa de armas entregadas por combatiente y garantizar su disposición inmediata, mitigando el riesgo de desvío de los arsenales o posibles violaciones al cese.
En cuanto a la gestión del armamento hay que destacar el apego del acuerdo a los estándares internacionales. Este proceso fue consensuado, será secuencial –con las fases de recolección, registro, identificación, almacenamiento en contenedores y disposición final– y habrá fundición para la construcción de tres monumentos. Además, será ejecutado por técnicos militares sin armas ni uniformes, quienes a su vez harán parte de una misión política de la ONU que se encargará de monitorear y verificar el proceso. Las partes también acordaron que el proceso se llevará a cabo en 23 Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) y 8 Puntos Transitorios de normalización (PTN), medida necesaria, como lo hemos planteado en la FIP.
Con respecto a las zonas y puntos transitorios cabe señalar que con su definición las partes parecen haber comprendido las ventajas que ofrecen en términos de seguridad para quienes se desmovilizan, las facilidades para su registro, para las labores de verificación y para la asistencia básica y preparación para el tránsito a la civilidad. A esto se suma que se tuvieron en cuenta criterios mínimos como el acceso a las zonas y puntos por vías terrestres y fluviales, su ubicación lejos de áreas fronterizas y parques naturales, así como de cascos urbanos y resguardos indígenas.
"El Gobierno y las FARC parecen haber comprendido las ventajas que ofrecen, en términos de seguridad para quienes se desmovilizan, las zonas y puntos transitorios"
La definición de estas zonas y puntos tumba al menos dos grandes mitos. El primero tiene que ver con la idea de que se repetirán las experiencias del Caguán y Ralito, lo cual no es cierto ya que serán 31 zonas “temporales y transitorias” que no abarcarán más del 0.1% del territorio nacional. Muy distinto a los 42.000 kilómetros de la zona de distensión de El Caguán y a los 363 kilómetros de la “Zona de Ubicación Temporal” para el proceso con las AUC. Se suma que las ZVTN y los PTN fueron negociados en la última fase de los diálogos y se crearán únicamente para el desarme y la reinserción de las FARC y no para ser sede de conversaciones, como ocurrió en el pasado.
También se derrumba el mito de que se le va a “entregar el país a las FARC”. Si bien habrá desmilitarización de las áreas donde se ubiquen estas zonas, será provisional mientras se cumple el cronograma del desarme. Entrega de soberanía no se puede confundir con el hecho de que alrededor de estas zonas habrá un anillo o “zona de seguridad” de 1 kilómetro de ancho, donde se ubicarán los equipos de la misión de monitoreo y verificación, sin presencia de las FARC ni de la Fuerza Pública, la cual estará por fuera de los límites de las ZVTN –salvo contadas excepciones– y ejercerá pleno control. En estas zonas también habrá presencia permanente del mecanismo de monitoreo y verificación de la ONU, sin “limitaciones para el normal funcionamiento de las autoridades civiles no armadas, la vigencia del Estado Social de Derecho, el desenvolvimiento de la actividad económica, política y social, ni restricción al ejercicio efectivo de los derechos de la población”.
Es importante tener en cuenta que aún están por publicarse varios anexos y protocolos sobre las reglas que regirán el cese al fuego, sobre la seguridad de personas, desplazamientos, dispositivos en terreno y en las ZVTN, así como del transporte, manipulación, almacenamiento y control del armamento. De igual forma, sobre la logística para el funcionamiento de las ZVTN y los PTN, su ubicación exacta y sobre las instalaciones e infraestructura de los campamentos.
No hay claridad sobre cuáles serán los criterios para la ampliación del tiempo del funcionamiento de las ZVTN y los PTN, más allá de los 180 días previamente establecidos en el acuerdo. Es importante conocer esto desde ya, para evitar que se transmita la sensación de improvisación y, por ende, alimentar las posturas de sectores que se han opuesto a esta medida. Una razón válida es que un periodo de seis meses no parece suficiente para alistar los territorios a donde llegarán los exguerrilleros. Por esta razón se podría contemplar la extensión de la vigencia de las ZVTN y los PTN por lo menos seis meses más, para que allí se lleven a cabo acciones de preparación de los excombatientes a la vida sin armas. Así se ganaría tiempo mientras se crean unas condiciones favorables de recepción a nivel económico, social y político en los entornos, por medio de los planes de respuesta rápida que tiene el gobierno.
Otra pregunta es si en las zonas y puntos transitorios donde tendrá lugar el desarme, los guerrilleros eventualmente podrían cumplir parte de las sanciones penales bajo las “condiciones especiales” previstas en el acuerdo sobre víctimas.
En principio, los tiempos no coincidirían porque la puesta en marcha del SIVJRNR se dará una vez sea aprobada en el Congreso la ley que así lo determine y esto se dará después de la refrendación popular, momento en el cual ya tendrá que haber terminado la dejación de armas. Sin embargo, la vigencia de las zonas y puntos podría extenderse por un periodo prudencial para que luego cumplan una función específica en el marco del sistema de justicia transicional acordado. También podría aplicarse un principio de retroactividad dentro de la JEP para que el tiempo de permanencia en las zonas sea computado como parte de la pena que deberán pagar los guerrilleros según sea el caso.
Cabe recordar que durante el proceso de desmovilización de las AUC surgió una discusión similar que terminó con la inclusión, en la Ley de Justicia y Paz, de una disposición para que a los miembros de grupos armados ilegales vinculados a procesos de reincorporación que hayan permanecido en una zona de concentración decretada por el gobierno, se les compute como tiempo de ejecución de la pena alternativa sin exceder 18 meses (Artículo 31).
Este artículo fue declarado inexequible por la Corte Constitucional por medio de la Sentencia C-370 de 2006, sentando un precedente jurisprudencial que haría pensar que en el caso de las FARC no habría lugar para una media de esta naturaleza. No obstante, las condiciones son distintas en este caso, porque la Ley de Justicia y Paz no contempló condiciones especiales para el cumplimiento de las sanciones, las cuales sí podrían ordenarse en el marco de la jurisdicción especial que operará con las FARC, quedando abierta la posibilidad para que el Tribunal de Paz, de manera excepcional, autorice la computación con carácter retroactivo.
Tampoco hay claridad sobre los modelos de reinserción y reintegración –transición en el lenguaje de las FARC–. El acuerdo establece que uno de los objetivos de las ZVTN y los PTN será iniciar el proceso de preparación para la reincorporación de las FARC. Para ello se podrán realizar capacitaciones en labores productivas, atención en salud y nivelación en educación. No obstante, ¿el modelo de reincorporación tendrá en cuenta el trabajo de la ACR, será completamente independiente o será decisión de los integrantes de las FARC qué ruta seguir?, ¿cómo se conectarán las actividades de reinserción que se desarrollen en estas zonas con el proceso de reintegración de largo plazo?
¿El Gobierno y las FARC parecen haber comprendido las ventajas que ofrecen, en términos de seguridad para quienes se desmovilizan, las zonas y puntos transitorios?
Finalmente, cabe preguntarse qué vigencia tiene hoy en día la propuesta de las FARC de crear unos “territorios especiales para la construcción de la paz” o Terrepaz. ¿Estos estarían ubicados en sus “zonas de influencia histórica, bajo unas regulaciones extraordinarias, con cierta autonomía, donde habitarán excombatientes, sus familias, allegados y las comunidades vecinas y donde se generen relaciones sociales amplias que permitan satisfacer los derechos de las víctimas, posibilitar el cese bilateral de fuegos y la dejación de las armas? Allí, según la guerrilla, se llevaría a cabo el cese del fuego bilateral y la dejación de las armas, procesos que de hecho, dicen, podrían implementarse y verificarse más fácilmente con la concentración de las tropas. Según la propuesta inicial, en estos territorios seguirían fortaleciendo su trabajo social y político, algo que inevitablemente deberán hacer para lograr su efectiva transición a movimiento legal, y además, avanzarían en la satisfacción de los derechos de las víctimas.
En este sentido, ¿esta propuesta fue un insumo para los acuerdos?, ¿se está contemplando un modelo de reintegración territorial cuya primera fase se dará en las ZVTN y los PTN para luego convertirlas en zonas especiales donde los guerrilleros puedan reincorporarse plenamente a la vida económica, política y social, considerando que son lugares de presencia histórica?
Con frecuencia se ha dicho que el actual proceso de paz entre el Gobierno de Colombia y las FARC permitirá a este grupo guerrillero cambiar las balas por los votos. De acuerdo con esta visión, la principal manifestación política de las FARC es la lucha armada y, en consecuencia, finalizada la confrontación militar, el escenario de la contienda ideológica se trasladará del monte y las trincheras a la plaza pública. Si bien esta interpretación invita a apoyar el proceso de paz, pues parte del supuesto de que este robustecerá nuestra democracia, se aleja mucho de la realidad.
No tener en cuenta las verdaderas relaciones entre política y FARC puede generar una tensión innecesaria durante el proceso de dejación de armas y un agravamiento de la situación regional durante la implementación de los acuerdos sobre fin del conflicto. Por eso es necesario que la sociedad colombiana sepa qué esperar en materia de expresión política durante los meses de normalización que se avecinan y que acompañe la dejación de armas de las FARC con un sentido de optimismo práctico que conduzca por el camino de una paz real.
Comencemos por reconocer que las FARC son un movimiento de tipo político-militar que por efectos de la extensión de la lucha armada y de la proliferación de las actividades criminales en Colombia, se mezcló de modo intencional con las prácticas y los dispositivos derivados del control de las economías criminales, hasta el punto que confundió –¿y perdió?– su naturaleza a los ojos de la sociedad. En ese sentido es preciso recordar que las FARC siempre han hecho política y que su tránsito a la legalidad implica una dejación de la estrategia militar para la obtención del poder, pero en ningún modo un reemplazo.
La política que han hecho las FARC ha tenido varios rostros. El principal ha sido un esfuerzo constante por amparar y fomentar la movilización y la organización popular en defensa de un horizonte ideológico que combate las expresiones del llamado “capitalismo salvaje”, que se opone a la inversión de capitales transnacionales en Colombia, que rechaza la injerencia de las potencias occidentales en la planeación del desarrollo y que fomenta una visión de tierra y territorio en la cual la defensa de lo propio y del medioambiente adquiere el carácter de imperativo moral.
“Es necesario que la sociedad colombiana sepa qué esperar en materia de expresión política por parte de las FARC, durante los meses de normalización que se avecinan”
Lo anterior no quiere decir que las organizaciones sociales y comunitarias que defienden estos planteamientos sean una expresión directa de las FARC. Pero sí que en su accionar militar y de control territorial, las FARC han tomado decisiones conscientes para apoyar y permitir expresiones de este tipo, con el convencimiento de que son esos principios los que resuenan con su expectativa de cambio del orden social. Es en estas formas organizativas en donde las FARC han encontrado el semillero ideal para el fortalecimiento y recambio de liderazgos, tanto en sus filas como en sus redes de apoyo.
El otro rostro es, por supuesto, el de los movimientos políticos con perspectiva electoral. Es bien conocido el itinerario del Partido Comunista Colombiano, que ha tenido su expresión “clandestina” en estrecho vínculo con las FARC. El país también conoce la lamentable historia de la Unión Patriótica, movimiento político que encarnó las propuestas de las FARC tras los acuerdos con el presidente Belisario Betancur y que debido a sus tempranos triunfos electorales experimentó un genocidio injusto, proveniente de las expresiones más radicales de la derecha del país.
Hoy, gracias al proceso de paz en La Habana, hay la expectativa de la creación de un nuevo partido, el cual será el instrumento mediante el cual los guerrilleros, desde la orilla civil y en alianza con diversos sectores de la izquierda del país, buscarán su lugar en los órganos de representación popular. Es en ese punto que cobra realidad la imagen de las balas por los votos. Y es por eso que merecen una lectura muy particular los siguientes apartes de los acuerdos de fin del conflicto que definen:
“Durante la vigencia del Acuerdo sobre CFHBD y DA; las FARC-EP designa un grupo de 60 de sus integrantes (hombres y mujeres) que pueden movilizarse a nivel nacional en cumplimiento de tareas relacionadas con el Acuerdo de Paz. Así mismo, por cada ZVTN, las FARC-EP, designa un grupo de 10 de sus integrantes que puede movilizarse a nivel municipal y departamental en cumplimiento de tareas relacionadas con el Acuerdo de Paz”.
Qué no haya equívocos. Para las FARC, las labores relacionadas con el acuerdo de paz –y en eso tienen razón–, son labores de tipo político. La pedagogía sobre su visión de mundo, el establecimiento de relaciones con organizaciones sociales, la circulación de información sobre el estado actual de la economía en los territorios, la participación en debates con las fuerzas vivas de los municipios y la consolidación de una plataforma pública que de lugar a alianzas electorales, son las labores mínimas que requiere el tránsito, desde la perspectiva política, de la clandestinidad hacia la luz pública. Más aún si se tiene en cuenta que el mismo acuerdo plantea…
“El Gobierno Nacional y las FARC-EP se comprometen a que la implementación de este Acuerdo se realice sin ninguna limitación en el normal funcionamiento de las autoridades civiles no armadas, en el desenvolvimiento de la actividad económica, política y social de las regiones, en la vida de las comunidades, en el ejercicio de sus derechos; así como en los de las organizaciones comunales, sociales y políticas que tengan presencia en los territorios. (…)”.
“No tener en cuenta las verdaderas relaciones entre política y FARC puede generar una tensión innecesaria durante el proceso de dejación de armas”
Lo anterior es un enorme compromiso. Garantizar que el normal funcionamiento de las autoridades se haga a la par con el goce de derechos de la población y sus organizaciones en la vida económica, social y política, implica la posibilidad de que los ciudadanos se adhieran pública o privadamente al movimiento político que impulsará las FARC, así como que se realicen actos públicos en defensa de los recursos medioambientales o en contra de la presencia de determinadas empresas privadas en el territorio.
La manera cómo se tramite este álgido momento y se evite la muerte, persecución y señalamiento de los líderes sociales que promuevan estas ideas, será fundamental para el proceso.
Es por este motivo que suena tan ingenuo el llamado a que “las ZVTN no pueden ser utilizadas para manifestaciones de carácter político”, como necesario poner todo el esfuerzo en que el Sistema de Seguridad para el ejercicio de la política funcione de acuerdo a lo pactado. De la capacidad de la sociedad colombiana de incorporar a la discusión democrática a un grupo que ha sido históricamente perseguido y asesinado, depende el éxito de este proceso por el que apostamos tanto.
El acuerdo sobre Garantías de Seguridad que también anunció la Mesa de Conversaciones el pasado 23 de junio en La Habana, incluye además de una serie de asuntos en materia de seguridad, un punto que resulta fundamental para la sostenibilidad de los acuerdos de paz y para la legitimidad con la que sean implementados en los territorios. Se trata del compromiso del Gobierno y las FARC de impulsar un “pacto político nacional” con la participación de diversos sectores sociales. Curiosamente, esta propuesta no tuvo el más mínimo protagonismo y estuvo ausente del debate público, aunque sin duda, por su trascendencia, requiere mayor atención y análisis.
Su importancia se debe a que a diferencia de la mayoría de los asuntos pactados en los acuerdos de paz, se sale de la órbita de las responsabilidades exclusivas de Gobierno y FARC y hace un llamado explícito a los colombianos a actuar. También invita a crear consensos en torno a ideas que son fundamentales para la supervivencia de la paz: que nunca más se mezclen políticas y armas ni se vuelvan a crear organizaciones violentas y que se promueva la reconciliación y la convivencia pacífica entre los colombianos (ver Acuerdo).
¿Cuál es la naturaleza y alcance de esta idea del pacto político nacional –por cierto innovadora en los acuerdos–?
Los acuerdos de La Habana están fundamentados en la idea de que la construcción de paz es un asunto de la sociedad en su conjunto y que requerirá la vinculación activa de todos los colombianos. Es por esta razón que la participación ciudadana es la columna vertebral del proceso, no solamente desde el punto de vista procedimental como un mecanismo de toma de decisiones, sino además, como un pilar central de la visión de paz que tiene la Mesa de Conversaciones y que la FIP comparte: en la medida en que se mejore la calidad y efectividad de la participación de la ciudadanía en Colombia, por ejemplo, fortaleciendo las organizaciones y movimientos sociales y robusteciendo los espacios de participación, se vigoriza la democracia y se garantizan las condiciones para que la paz sea sostenible (ver Acuerdo de Participación Política).
No obstante, es la primera vez en las más de 200 páginas de los acuerdos de paz que los negociadores se refieren explícitamente a la idea de un pacto político nacional, una figura que no solamente invita a la participación y movilización de la sociedad civil, sino que implica que los colombianos lleguemos de manera activa a unos consensos mínimos. En este sentido, se da un gran salto desde el Acuerdo de Participación Política que se pactó en noviembre de 2013, en el cual aun siendo su objetivo la ampliación democrática, no habla concretamente de crear pactos nacionales. Más bien se centra en concitar la participación de toda la sociedad colombiana en la construcción de paz y establece las condiciones para que así sea.
“Es la primera vez en las más de 200 páginas de los acuerdos de paz que los negociadores se refieren explícitamente a la idea de un pacto político nacional”
La mención de un pacto político, aunque nueva en los acuerdos, es una idea que el Gobierno ha defendido desde el inicio del proceso y tiene sus raíces en el concepto de Paz Territorial que maneja el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo. En diferentes documentos y declaraciones, el Comisionado se ha referido a la capacidad que debemos tener los colombianos de imaginarnos la paz y vencer la indiferencia a través de consensos en torno a la necesidad de que las cosas cambien, a tomarse a pecho la responsabilidad de construir la paz y a llegar a acuerdos entre sociedad e instituciones para acabar con la relación entre política y armas, así como para promover la reconciliación.
Esa mezcla entre política y armas que pretende acabarse con los acuerdos de paz tiene dos caras: de un lado la violencia ejercida a quienes hacen política y por el otro, la política que ejercen aquellos que ostentan las armas de manera ilegal. En un país donde más de 1.700 líderes políticos entre alcaldes, concejales y otros funcionarios públicos han sido asesinados en el marco del conflicto, (ver Informe final de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas) y donde la incursión de grupos armados en la política se refleja en el centenar de parlamentarios investigados por la justicia, es difícil negar que la mortal alianza entre política y armas ha marcado nuestro devenir como sociedad. Y es por esta razón que separarlas ha sido uno de los pilares fundamentales del proceso de paz actual.
El Acuerdo de Participación Política se centra, justamente, en fortalecer la democracia proscribiendo la violencia como forma de hacer política en Colombia, a la vez que define garantías de seguridad para quienes decidan participar en política, reformas electorales y la profundización de los mecanismos de participación ciudadana. También propone que tanto el Gobierno como las FARC contribuyan en la construcción de una cultura de reconciliación e impone al Gobierno la tarea de crear un Consejo Nacional para la Reconciliación y la Convivencia con sus respectivas figuras a nivel territorial, cuyo propósito es inculcar una nueva cultura y lenguaje de convivencia, tolerancia y de no estigmatización en el país.
Lo nuevo, según lo acordado a finales de junio, es que todo lo anterior ya no será solo un conjunto de medidas que adoptarán el Gobierno y los grupos políticos que surjan de los acuerdos, sino que se convertirá en un compromiso ciudadano representado en la figura de “pacto político nacional”. Es interesante, también, que el Acuerdo pone énfasis en los diversos sectores sociales que deben hacer parte del pacto y aquí vale la pena resaltar el papel del sector económico, especialmente el de los empresarios y gremios.
“Solo en la medida en que el sector económico –y todos los sectores– conozcan y se apropien de su papel en la construcción de paz, la paz será posible”
En la FIP estamos convencidos de que el sector empresarial –y en general el sector productivo– tienen un papel fundamental en impulsar procesos de transformación económica, social y cultural y en generar condiciones de desarrollo y bienestar social en los territorios que hagan de la paz una alternativa real y sostenible. Solo en la medida en que el sector económico –y todos los sectores– conozca y se apropie de su papel en la construcción de paz, será posible la paz. Y esto requiere un salto enorme hacia la acción, un salto que queda explícito en la idea de pacto nacional ya que como colombianos debemos pasar de espectadores a protagonistas de la paz.
La única manera de legitimar lo acordado en La Habana y que la ciudadanía se comprometa con su implementación –la tarea más compleja y extensa de la construcción de paz–, es a través del convencimiento de que terminar con el conflicto armado con las FARC no es algo impuesto sino una decisión que tomamos todos basados en una visión compartida de país. En la FIP hemos insistido en que quizás la mayor debilidad con la que inició este proceso paz es la carencia de un acuerdo nacional a favor de la salida negociada al conflicto, algo bien distinto de la Colombia del proceso del Caguán, que recibió en el año 1997 cerca de 10 millones de votos con el Mandato Ciudadano por la Paz y por ende, contó con un gran respaldo a la salida negociada.
Hoy, cuando nos enfrentamos a un escenario de profunda polarización política, la idea de un pacto en torno a la paz se convierte en una tarea urgente. Más allá de los resultados del proceso de refrendación que se dará en los próximos meses, sin un verdadero pacto nacional que respalde la paz se pone en juego la posibilidad de que los acuerdos y su implementación tengan verdadera cabida en las comunidades. Sin voluntad y legitimidad real basada en unos mínimos que compartamos todos como colombianos, los acuerdos corren el riesgo de convertirse en medias gubernamentales sin mayor trascendencia y en buenas intenciones que terminarán diluidas en medio de una sociedad apática y escéptica al cambio.
El Comunicado Conjunto No.76 sorprendió con el acuerdo sobre refrendación al que llegaron el Gobierno y las FARC. Allí se señaló que las partes en la Mesa de Conversaciones aceptarán “el mecanismo de participación popular que la Corte [Constitucional] indique y en los términos que ese alto tribunal señale”, esto en el marco de la decisión que está por tomarse sobre el Plebiscito por la Paz. El anuncio resuelve el debate sobre cómo el Acuerdo Final tomará forma jurídica en el país y el resultado es sumamente positivo en términos de justicia transicional. Al respecto, resultan claves dos aspectos: el papel del Estado de Derecho en contextos de postconflicto y la forma como el plebiscito por la paz contribuye al fortalecimiento del Estado de Derecho en Colombia.
En algunos círculos, la discusión sobre postconflicto y justicia transicional se centra únicamente en la dimensión sancionatoria de la justicia, sin tener en cuenta sus demás componentes. Uno de los elementos de los que poco se habla en Colombia es del papel del Estado de Derecho en los contextos transicionales.
¿Cuál es la relación entre postconflicto y Estado de Derecho? Las circunstancias de represión y las de conflicto armado tienen en común la erosión del Estado de Derecho, es decir, son contextos en los cuales la legitimidad y el respeto de las normas y las instituciones se desdibuja y en muchas ocasiones desaparece, permitiendo o validando, por ejemplo, las violaciones de los derechos humanos y las infracciones al derecho internacional humanitario. Así lo describe la experiencia de misiones de paz del Consejo de Seguridad de la ONU, el cual señala que “después de un conflicto suelen acumularse en el marco jurídico legislativo señales de descuido y distorsión política, así como elementos discriminatorios y muy pocas veces cumplen los principios internacionales de derechos humanos y derecho penal”.
En el marco de postconflicto, el Estado de Derecho debe entenderse en un sentido amplio para poder diseñar los mecanismos adecuados que permitan reconstruir la legitimidad no sólo de las normas, sino de las instituciones públicas. El Relator Especial sobre la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición de Naciones Unidas, Pablo de Greiff, ha identificado tres elementos esenciales del Estado de Derecho: la regulación del poder, la igualdad ante la ley y la importancia de las instituciones de justicia. Sin embargo, en el marco de la protección de los derechos humanos, el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha reiterado que “derechos humanos, democracia y Estado de Derecho son interdependientes y se refuerzan mutuamente”.
“El acuerdo respecto de la refrendación constituye un avance enorme en cuanto la garantía del Estado de Derecho en el postconflicto”
Teniendo en cuenta lo anterior, el Estado de Derecho debe comprenderse no sólo como la garantía de que particulares, gobernantes e instituciones púbicas se encuentran sometidas a la ley, sino también como la existencia de salvaguardas, mecanismos e instituciones que puedan controlar posibles abusos o violaciones tanto de particulares como de los propios funcionarios públicos.
Por eso, varios sectores señalan que uno de los objetivos de los mecanismos y procesos de justicia transicional es el del restablecimiento (o inclusive el establecimiento) del Estado de Derecho. En este sentido, por ejemplo, Elizabeth Andersen, Directora de la Rule of Law Initiative de la American Bar Association, considera que “deberíamos concebir la justicia transicional como un proyecto de Estado de Derecho, es decir, deberíamos diseñar, ordenar y demandar la justicia transicional para avanzar en el Estado de Derecho”. Por su parte, el Relator Especial Pablo de Greiff ha descrito cómo la justicia transicional puede aportar al Estado de Derecho a través de los distintos mecanismos de verdad, justicia, reparación y reformas institucionales que se adopten en el postconflicto.
De hecho, el Acuerdo sobre Víctimas que se firmó en La Habana en diciembre de 2015, hizo un reconocimiento explícito e implícito a los límites del derecho internacional de los derechos humanos y al derecho internacional humanitario. Ejemplo de ello es la prohibición de amnistía o indulto de delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra que se aplicará a todos los actores del conflicto. De esta manera, las FARC, que han rechazado con sus actos las normas de derecho humanitario y han cometido abusos a los derechos humanos, reconocen por primera vez el derecho internacional y se someten a él en cuanto a la judicialización de delitos atroces.
Si bien este antecedente muestra cómo los mecanismos de justicia transicional contribuyen al restablecimiento del Estado de Derecho, por múltiples razones el acuerdo sobre refrendación al que llegaron el Gobierno y las FARC es un avance enorme en cuanto a la garantía del Estado de Derecho en el postconflicto.
“Que el plebiscito sea aceptado por un grupo rebelde –que no solo ha desconocido sino combatido el orden constitucional y legal nacional–, constituye un reconocimiento del Estado de Derecho”
Por un lado, la Corte Constitucional estudia el diseño de plebiscito aprobado por el Congreso para que los colombianos podamos, a través de un mecanismo de participación ciudadana, refrendar el Acuerdo Final. Si bien este acto legislativo modifica algunos elementos ordinarios del plebiscito como mecanismo de participación ciudadana, el hecho mismo de que ese mecanismo –que ya está consagrado en la Constitución y la ley colombiana– sea el escogido por las partes y aceptado por un grupo rebelde (que no solo ha desconocido sino combatido el orden constitucional y legal nacional al cual pertenece el mecanismo), constituye un reconocimiento del Estado de Derecho.
Esto es mucho más representativo si se tiene en cuenta que la guerrilla había insistido en la asamblea nacional constituyente como fórmula de refrendación (es decir, transformar el régimen constitucional y reemplazarlo por otro). En otras palabras, aquel actor que estuvo por décadas por fuera del Estado de Derecho no sólo lo reconoce, sino que acepta la fórmula establecida por las autoridades constitucionales que históricamente ha rechazado y atacado.
Por otro lado, la aceptación de un mecanismo constitucional para la refrendación anunciada en el Comunicado Conjunto No.76 incluye un componente adicional: el grupo insurgente acepta la autoridad de la Corte Constitucional. Es decir, el reconocimiento del Estado de Derecho no se limita únicamente a la Constitución y la ley, sino también a las autoridades encargadas de velar por el cumplimiento del orden constitucional. Ambos hitos son muestra de la madurez del proceso de negociación en La Habana y de que la transición tiene como uno de sus pilares el aseguramiento del Estado de Derecho.
La decisión de hacer uso de un mecanismo de participación popular para refrendar el Acuerdo Final apunta, entre otros, al fortalecimiento del Estado de Derecho en el postconflicto colombiano. En días pasados, Tim O’Connor visitó nuestro país para compartir con empresarios su experiencia como negociador del Gobierno del Irlanda del Norte en el acuerdo del Good Friday, en 1998. O’Connor contó que la paz que alcanzaron atravesó por momentos de crisis y que el referendo mediante el cual se refrendó el acuerdo en 1998 fue el que posibilitó superar esos momentos y mantener lo acordado. En otras palabras, el referendo fortaleció la confianza en el acuerdo del Good Friday.
Teniendo en consideración esta experiencia, es pertinente hacer algunas reflexiones sobre el mecanismo de refrendación acordado en La Habana y su contribución al Estado de Derecho.
En primer lugar, la Mesa de Conversaciones decidió hacer uso de un mecanismo de participación ciudadana: el plebiscito. El Presidente Santos ha insistido en que será el pueblo el que respalde o no el Acuerdo Final. Si bien es un mecanismo de legitimación poderoso que ya ha sido utilizado en contextos de transición (el plebiscito del 1 de diciembre de 1957 legitimó la estrategia del Frente Nacional para acabar con la violencia partidista), será fundamental hacer una campaña agresiva de socialización del contenido del Acuerdo Final. La reciente experiencia del Brexit en el Reino Unido demuestra las complejidades de someter a votación popular cuestiones de Estado con alto contenido técnico y la facilidad como el populismo puede influir en la decisión de los votantes.
En segundo lugar, el plebiscito por la paz aprobado por el Congreso contiene características especiales respecto de la figura regular del plebiscito consagrada en la ley colombiana. Lo que más ha causado controversia es el umbral propuesto para aprobar el Acuerdo Final. La ley exige, en general, que para que un plebiscito sea aprobado tiene que participar, mediante el voto, el 50% del censo electoral (umbral de participación), sin embargo, el Plebiscito por la Paz fija como regla para la aprobación el voto positivo del 13% del censo electoral (umbral de aprobación). Los críticos consideran esta regla antidemocrática, ya que una minoría impondría su voluntad respecto de la mayoría. Sin embargo es importante tener en cuenta al menos dos elementos: la cultura de participación política ciudadana y el abstencionismo.
“El umbral de aprobación del Plebiscito por la Paz incentiva la participación y garantiza la finalidad del plebiscito como mecanismo de participación política ciudadana”
Según datos de la Registraduría, en las elecciones presidenciales de los últimos 50 años, el abstencionismo ha girado alrededor del 55%. Esta cifra evidencia el reto que tiene el país en materia de participación ciudadana en las decisiones políticas, en particular, el de convencer a los ciudadanos de ejercer su derecho al voto. Sumado a esto, el umbral de participación permite la promoción del abstencionismo como forma para evitar que la decisión plebiscitaria no tenga efecto alguno (independientemente de su resultado), lo cual contradice la naturaleza misma del mecanismo, es decir, promover la participación ciudadana en la toma de decisiones de Estado. Por el contrario, el cambio al umbral de aprobación que se hace en el Plebiscito por la Paz, garantiza la finalidad del plebiscito como mecanismo de participación política ciudadana y promueve el ejercicio de los derechos políticos a la participación y el voto, fortaleciendo así el Estado de Derecho en el contexto de postconflicto.
En resumen, en escenarios de postconflicto el restablecimiento del Estado de Derecho es un fin necesario para la sostenibilidad de la transición y el Plebiscito por la Paz, como mecanismo de refrendación, contribuye poderosamente a dicho fin.
El reciente acuerdo alcanzado por el Gobierno y las FARC, además de señalar los pasos necesarios para garantizar las condiciones de seguridad para los miembros de esta guerrilla y las partes involucradas en el proceso, sienta las bases para el desmantelamiento del crimen organizado y su influencia en el Estado.
El acuerdo tiene muchas novedades, pero también tareas pendientes. En lo inmediato, específica los mecanismos y las cuestiones operativas que buscan blindar la implementación de los acuerdos de la amenaza del crimen organizado. En el largo plazo, traza una hoja de ruta que las instituciones y la sociedad en su conjunto deberán transitar para cambiar la manera como se ha configurado el Estado en Colombia –un Estado que también ha sido moldeado por la violencia, la corrupción y la cooptación de los actores ilegales–.
Desde esta perspectiva, el acuerdo asume que la construcción de la paz no se limita a proteger a los excombatientes y al nuevo partido político que surja del tránsito de las FARC a la actividad política legal. Lo pactado en La Habana incluye además alterar las condiciones que han permitido la emergencia y consolidación de poderes paralelos que han disputado al Estado sus funciones más básicas –la justicia, la seguridad y la tributación–. Tal como la FIP lo ha venido planteando, las partes reconocen que la mayor amenaza para el proceso de paz es el crimen organizado y que el antídoto para contrarrestar su influencia es fortalecer al Estado. En otras palabras, es necesario “desmantelar integralmente” el fenómeno, no solo perseguir sus estructuras armadas, sino también las redes políticas, sociales y económicas que lo alimentan.
1. Para implementar los acuerdos y construir la paz se requiere fortalecer al Estado. El acuerdo sobre las garantías de seguridad y la lucha contra las organizaciones criminales parte de la definición de unos “Principios orientadores”, con una apuesta clara de las partes a la construcción del Estado. El texto hace referencia específica al monopolio legítimo de la violencia, al fortalecimiento de la administración de justicia y al monopolio de los tributos por la hacienda pública. Queda claro que este proceso no contempla la delegación de las funciones básicas del Estado a la guerrilla y que la insurgencia entiende que es necesario fortalecer las instituciones legales para poder implementar los acuerdos.
“Las partes reconocen que la mayor amenaza para el proceso de paz es el crimen organizado y que el antídoto para contrarrestar su influencia es fortalecer al Estado”
2. El fin del paramilitarismo y del reconocimiento político de las organizaciones criminales. Los acuerdos alcanzados le hacen el quite a la discusión semántica sobre el paramilitarismo. El texto hace referencia a las “organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo”, con lo cual reconoce que hay un fenómeno “nuevo” –el crimen organizado– que tiene conexiones con el pasado. Los acuerdos además definen que las respuestas a este desafío deben darse desde el marco de los Derechos Humanos –y no del Derecho Internacional Humanitario– y enfatizan los mecanismos policiales y de justicia para enfrentarlo. El gobierno tendrá entonces la tarea de acoplar lo pactado en La Habana con las decisiones más recientes como la Directiva No. 15 del Ministerio de Defensa que faculta a las FF.MM. para actuar de manera autónoma frente a los denominados Grupos Armados Organizados (GAO).
Además, los acuerdos abren la puerta al sometimiento a la justicia –“definiendo tratamientos específicos para los integrantes de dichas organizaciones y redes”–, pero la cierran al reconocimiento político de las organizaciones criminales. De esta manera se le pone candado a la perversa tradición de confundir a insurgentes con mafiosos, lo que ha llevado a que grupos ilegales de todo pelambre busquen militarizarse para ser tratados como interlocutores políticos.
3. De la guerra frontal a la disuasión focalizada: el que se meta con el proceso la paga. Es importante destacar que los acuerdos tienen un fuerte énfasis en la disuasión, enfocando sus respuestas a las organizaciones criminales que “amenacen la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz”. Para esto ordena la creación de un sistema de alertas tempranas, de una Unidad Especial de Investigación, así como de un Cuerpo Élite en la Policía Nacional. La prioridad será reaccionar rápidamente al desafío planteado por el crimen organizado, mandando un mensaje claro de no tolerancia a las acciones que desestabilicen al proceso o pongan en riesgo a las comunidades. Este será un desafío importante para el Estado, dado las bajas tasas de esclarecimiento de los delitos, especialmente de las amenazas y el homicidio.
4. Los acuerdos refuerzan el papel del Ministerio del Interior en materia de seguridad y convivencia a nivel territorial. La creación del “Programa Integral de Seguridad y Protección para las comunidades y organizaciones en los territorios”, realza las funciones que en este campo tiene este Ministerio de tiempo atrás y que eran eclipsadas por las exigencias de la seguridad nacional. Queda la pregunta sobre las capacidades que tiene el Ministerio para asumir esta responsabilidad, así como la necesidad de que el Estado logre fortalecer y coordinar los temas de seguridad y convivencia en el ámbito rural.
“Se le pone candado a la perversa tradición de confundir a insurgentes con mafiosos, lo que ha llevado a que grupos ilegales de todo pelambre busquen militarizarse para ser tratados como interlocutores políticos”
5. Para desmantelar las organizaciones criminales no es suficiente con su persecución. Es necesario cambiar las condiciones que permiten su existencia. Otro punto llamativo de este acuerdo es que asume que el desmantelamiento de estas organizaciones criminales no se resuelve solo con la creación de unidades o mecanismos especiales de seguridad y justicia para perseguirlas, sino que es necesario cambiar los factores estructurales que han favorecido la emergencia de poderes paralelos que han hecho uso de la violencia.
La implementación de los acuerdos y la construcción de la paz en Colombia requieren también de un cambio de mentalidad de las elites y la sociedad en su conjunto, dirigido a deslegitimar el uso de la coerción por parte de los actores ilegales. La movilización de diferentes fuerzas políticas a favor de la política por vías democráticas –a través de un “Pacto Político Nacional”–, así como la ejecución de un “Programa de reconciliación, convivencia y prevención de la estigmatización”, apuntan en este sentido. Se trata de construir Estado en su concepción más amplia, con instituciones legítimas que cumplan sus funciones, provean bienes públicos y reconstruyan su relación con la ciudadanía. Aquí es justamente donde se concentran las tareas pendientes.
Tras revisar los acuerdos, queda claro que la negociación no incluyó reformas al sector Defensa y tampoco tocó la arquitectura institucional de la seguridad en el país. Adicionalmente, si bien se consideran medidas para enfrentar el problema de la corrupción, éstas se circunscriben genéricamente a la órbita de la política, pero no se plantean medidas necesarias para atender este desafío en los organismos de seguridad y de justicia. Estos temas más estructurales quedaron por fuera de la negociación por razones políticas, fueron asuntos evidentemente definidos como no negociables por el gobierno.
Tomando en cuenta estas líneas rojas, es importante identificar aquellas tareas que quedan pendientes para garantizar una verdadera transformación de los territorios en términos de seguridad y justicia, así como el cambio en las condiciones que han permitido que las organizaciones criminales y los poderes paralelos influyan en la configuración del Estado. La sostenibilidad del proceso, así como la construcción de la paz dependerá no solo de lo pactado en La Habana, sino de que el Estado sea capaz de asumir sus funciones más básicas en todo el territorio.
“La sostenibilidad del proceso, así como la construcción de la paz dependerá no solo de lo pactado en La Habana, sino de que el Estado sea capaz de asumir sus funciones más básicas en todo el territorio”.
Para que no se utilicen las armas en la política y la violencia deje de ser un mecanismo efectivo de poder, es necesario que el Estado altere las condiciones institucionales que han facilitado el uso de la fuerza por parte de privados. Con esto en mente, creemos que hay al menos siete grandes tareas pendientes:
Evidentemente estas tareas no dependen de los acuerdos, pero la viabilidad y sostenibilidad de lo pactado sí depende de que el Estado asuma estos asuntos pendientes. Para que la historia no se repita, no solo es necesario brindar protección a los excombatientes y ofrecer garantías a la nueva fuerza política. Tampoco basta con reforzar la seguridad en aquellas zonas focalizadas como resultado de los acuerdos. Estos puntos, sin duda, son importantes, pero insuficientes.
El futuro de la paz en Colombia dependerá de que las elites y las sociedad cierren filas a la corrupción, la trampa y la legitimación de la violencia como formas de acceder al poder. Un pacto por un nuevo Estado que entienda que la seguridad y la justicia en los territorios son bienes públicos, no transables, ni negociables.
El acuerdo sobre garantías de seguridad establece una serie de medidas, diseños institucionales y principios rectores sobre lo que será, en el papel, “la lucha contra las organizaciones criminales” y aquellas que hayan “sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo y sus redes de apoyo”. Al leer con detalle el acuerdo, queda la sensación de que estas organizaciones “sucesoras del paramilitarismo” no re reducen únicamente al narcotráfico y la minería ilegal. Por el contrario, se amplía el espectro de la seguridad y se reconoce que estos grupos tendrán serios efectos en el ejercicio de la política, en la reincorporación de quienes dejen las armas y, en últimas, en todas las poblaciones priorizadas para la implementación.
Es más, el acuerdo enfatiza en las redes de apoyo de estos grupos y sus vínculos con servidores públicos. Por lo que no es de extrañar que los temores de las FARC y de muchos ciudadanos se basen en que la continuidad de estas organizaciones no necesariamente la encarnan los grupos armados organizados (GAO) y grupos delincuenciales organizados (GDO) –siguiendo la terminología de la Directiva 015 del Ministerio de Defensa–, sino también los poderes locales y regionales que las sustentan y usan.
Desde la FIP hemos advertido que durante el proceso de negociación con las FARC, estos grupos continuaron evolucionando, por lo que se convertirán en duros competidores de las estrategias de implementación de los acuerdos. De ahí que abunden las preguntas con respecto a la naturaleza de este fenómeno.
En la FIP vemos con preocupación que no hay claridad sobre la magnitud del fenómeno. Un claro ejemplo es que hay distintas apreciaciones –Policía Nacional, Fiscalía y organizaciones no gubernamentales– sobre la presencia de estos grupos en el territorio nacional, lo que dificulta analizar este tipo de información. Con las fuentes disponibles se puede calcular que al finalizar 2015, los grupos con mayor presencia en el país eran el Clan del Golfo (antes Urabeños o Clan Úsuga), Rastrojos, Bloque Meta y Libertadores del Vichada. Estas estructuras en conjunto tienen 3.552 miembros y hacen presencia en 164 municipios de 14 departamentos. En general, estos grupos han estado, en los últimos diez años, en aproximadamente el 10% de los municipios del país.
Municipios Integrantes Grupos Deptos
Su accionar ha alcanzado tal nivel –cambian constantemente sus formas organizativas para definir alianzas, subcontratar mano de obra y utilizar otros grupos para beneficio propio–, que no permite comprender sus dinámicas de una manera tan evidente. Los cambios en la forma de combatirlas, los esfuerzos normativos para tratar de someter a estos grupos ilegales y la dificultad de saber en realidad cuántos son y dónde están, demuestran la magnitud del fenómeno.
Lo que sí es cierto es que durante los últimos años, estos grupos han adquirido presencia territorial, controlan segmentos de mercados y rentas de economías criminales y acuden a la extorsión y a la amenaza para intimidar a las comunidades en las regiones. Prueba de esto fue el paro de las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC o Clan del Golfo), que afectó a aproximadamente 40 municipios y ocho departamentos en abril.
“Los cambios en la forma combatir a los grupos ilegales, los esfuerzos normativos para tratar de someterlos y la dificultad de saber en realidad cuántos son y dónde están, demuestran la magnitud del fenómeno”
En 2007, la Policía Nacional acuñó la denominación Bandas Criminales (BACRIM) para catalogar a las diversas estructuras del crimen organizado que sucedieron la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), reduciéndolas a una manifestación únicamente criminal, sin tener una visión integral del fenómeno. Sin embargo, con la Directiva 015, expedida el 22 de abril de 2016 por el Ministerio de Defensa, el Gobierno Nacional reconoce la fuerza que han adquirido estos grupos, ordenando que las Fuerzas Armadas en su conjunto empiecen a combatirlas con el empleo de la máxima fuerza, en el marco del Derecho Internacional Humanitario.
Esto, naturalmente, genera un vuelco operacional, considerando que antes la Policía era la que las enfrentaba. De ahora en adelante, los grupos denominados BACRIM-Tipo A, dejan de llamarse así para denominarse Grupos Armados Organizados (GAO). Asimismo, los que se quedaron por fuera de la categoría de GAO ahora serán llamados Grupo Delictivo Organizado (GDO), es decir, los que eran BACRIM-Tipo B y C.
¿Esta es la manera adecuada para desmontar el fenómeno en su totalidad?, ¿son los resultados operacionales –sin lugar a dudas un importante componente de la estrategia–, prueba de dicho éxito, teniendo en cuenta que hoy estos grupos estarían prácticamente en el mismo número de municipios en los que estaban en 2009?
Si bien hoy hay tres grandes grupos frente a los 33 que había en 2006, lo cierto es que la variación en el número de integrantes no ha cambiado mucho. Esto indicaría que la capacidad de recomposición y reclutamiento es más alta de lo esperada, por lo que las capturas masivas no son el mejor indicador para medir el éxito en el combate a estos grupos. Quedaría, eso sí, por establecer, los impactos humanitarios y los efectos que están teniendo en poblaciones vulnerables como niños, adolescentes y jóvenes.
Hay algunos elementos inherentes a estos grupos que se deben tener en cuenta para dimensionarlos de forma más integral. Uno de ellos es la procedencia o la relación con el fenómeno paramilitar, que ha causado gran debate. Si se rastrea la línea de procedencia de estas organizaciones se observa una ruptura considerable con el paramilitarismo.
En primer lugar, si bien algunos GAO y GDO tomaron relevancia una vez se desmontaron parcialmente las estructuras de las AUC (entre 2003 y 2006), su surgimiento no se remonta a ese período. En el caso de Los Pelusos (facción disidente del EPL), su origen está relacionado con la desmovilización de esa guerrilla, en 1991, año en el que parte del frente Libardo Mora Toro renunció a hacer aparte del proceso de desmovilización. Hoy, esta estructura representa uno de los mayores riesgos de seguridad en la región del Catatumbo.
Por su parte, Los Rastrojos –GDO para la Fiscalía– provienen de la división del Cartel del Norte del Valle que se dio en 2002. A diferencia de Los Pelusos, su expansión y fortalecimiento sí está relacionada con los desmovilizados de las AUC, aunque no es propiamente paramilitar. Se trata de un ejército privado al servicio de narcotraficantes que se nutrió de mano calificada en los territorios.
“Si se rastrea la línea de procedencia de las organizaciones criminales se observa una ruptura considerable con el paramilitarismo”
En segundo lugar, si bien es cierto que Los Urabeños y Los Puntilleros –antes ERPAC, luego Libertadores del Vichada y Bloque Meta– son producto de la desmovilización de las AUC, su origen está relacionado con el narcotráfico en el Urabá y los Llanos Orientales, respectivamente, actividad que se remonta a los años 70 y 80. Daniel Rendón, alias Don Mario, de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Clan del Golfo, y Pedro Oliveiro Guerrero, alias Cuchillo, fundador del ERPAC, tuvieron estrecha relación con el narcotráfico antes y durante su paso por las AUC. Algo muy distinto es que las AUC, en su proceso de expansión y federalización, hayan cooptado organizaciones preexistentes y redes de individuos que ya contaban con aprendizaje criminal.
Hoy, por ejemplo, la evolución de estructuras criminales en los Llanos Orientales no se entiende sin tener en cuenta al menos dos hitos: la presencia desde los años 80 de narcotraficantes y estructuras como Los Masetos y Los Carranceros, y la consolidación del Bloque Centauros, conformado por los hermanos Carlos y Vicente Castaño y del que hizo parte Don Mario. Desde hace tres décadas, Meta, Guaviare, Vichada y Casanare conforman una zona con corredores estratégicos para la producción y comercialización de droga, tráfico de armas e insumos químicos.
En la FIP creemos que no es conveniente, en términos conceptuales y analíticos, considerar a estos grupos como paramilitares, sino crimen organizado a gran escala con sus respectivas manifestaciones regionales y locales. Si bien hay un gran acumulado de aprendizaje criminal respecto a las AUC, ya no operan en determinados territorios de manera paralela a las Fuerzas Armadas colombianas y no hay pruebas de que, por ejemplo, pernocten o entrenen en bases militares o hagan operaciones conjuntas de tipo contrainsurgente. Si bien puede haber vínculos a nivel local, ya sea con unidades tácticas de menor tamaño o con el sistema de justicia, como vínculos con fiscales, esto no se puede calificar como sistemático.
Por lo tanto, es necesario diferenciar el comportamiento criminal, tanto de estas organizaciones como de agentes del Estado –mediado por corrupción, extorsiones, amenazas y favorecimientos para entorpecer investigaciones–, de una política consistente, organizada y sostenida en el tiempo.
De hecho, las actuales estructuras criminales no pueden calificarse como “política de Estado”, como si lo fueron las AUC, tal y como se desprende de las sentencias de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín y las de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en las que se condena al Estado por vínculos entre agentes gubernamentales y grupos paramilitares.
No es claro si estos grupos, algún día, tendrán proyección política, como sí la tuvieron las AUC a través de diferentes pactos con clases políticas para “refundar la patria”. Puede que haya vínculos con autoridades locales, alcaldes, concejales y presión sobre juntas de acción comunal y empresas dedicadas a la minería legal, pero esto tampoco demuestra la intención de usar a las administraciones locales para reconfigurar el mapa político del país y las estructuras sociales de las regiones, tal y como ocurrió con las AUC.
“Las amenazas contra líderes sociales y de derechos humanos no se pueden reducir a una amenaza paramilitar, hay que preguntarse por los vínculos de las organizaciones criminales con el poder local y otras redes de apoyo”
Este tipo de vínculos con autoridades locales, miembros de las FFAA y hasta empresas, refleja un comportamiento en el que prima la obtención de réditos económicos y la oferta de un portafolio criminal para regular la coerción por fuera de los instrumentos del Estado. Lo primordial para estos grupos sigue siendo dinamizar diferentes segmentos de las economías criminales en las que están insertos (coca, oro, madera, coltán, trata y tráfico de personas, redes de prostitución, gasolina, armas, insumos químicos) y mantener cierto grado de control social entre comunidades que los ven como una fuente de autoridad real –así no sea legal–, más sí legítima.
De ahí que sea apropiado distanciarse del “paramilitarismo puro” o de la retórica del “retorno del fantasma del paramilitarismo”, así como de expresiones que cortan radicalmente con el pasado como “neo-paramilitarismo”. De igual forma, hay que preguntarse por las continuidades y cambios que tienen estos grupos respecto no sólo a las AUC, sino al crimen organizado que las antecedió, evolucionó a su lado y las sucedió.
Es claro que el narcotráfico y ciertos tipos de violencia representan una continuidad, pero no en el mismo grado de involucramiento con la minería ilegal, como sucede ahora. También es cierto que por iniciativa propia o prestando servicios, estos grupos son utilizados para cometer amenazas, distribuir panfletos y controlar extorsiones. Por lo tanto, las amenazas contra líderes sociales y de derechos humanos no se pueden reducir a una amenaza paramilitar, sino que habría que preguntarse por los vínculos de estas organizaciones con redes de poder local y otras redes de apoyo. Esto, para determinar quiénes están realmente interesados en bloquear las agendas y reivindicaciones de estos movimientos sociales.
En el pasado, las cabezas de las AUC consideraron a estos grupos como brazos de la guerrilla que debían ser silenciados o eliminados. Hoy en día esta realidad es más difusa y otorgársela al “paramilitarismo” sólo la hace más confusa, pues es en sí misma es una categoría vacía que no explica el fenómeno.
Por otro lado, estos grupos se han especializado en ciertos eslabones del narcotráfico, con una división de tareas que les permite construir alianzas con grupos guerrilleros y organizaciones criminales de todo tipo. Y aunque han ampliado su portafolio criminal, el posicionamiento geográfico sigue ligado a intereses netamente económicos (explotación de recursos y obtención de rentas). No obstante, su control territorial y social es más focalizado: lo ejercen mediante una violencia menos extrema y más invisible, por ende, más difícil de denunciar. Se suma que la participación de desmovilizados es cada vez menor, y como ya se advirtió, su capacidad de relevo es más alta gracias al reclutamiento forzado, en especial, en entornos urbanos y semiurbanos.
En la FIP también hemos insistido en que uno de los efectos de la evolución de las economías criminales es el fortalecimiento del crimen organizado en el ámbito local, por medio, por ejemplo, de grupos que en su momento fueron llamados BACRIM-Tipo B, como La Constru, La Empresa, Los Buitragueños, Los Costeños, Los Botalones, Los Caqueteños, Los Rastrojos, La Cordillera, entre otros.
Estos grupos son una amenaza real. Si bien operan en entornos locales o suprarregionales, su cobertura abarca esferas de tipo regional y transnacional, en especial, aquellos que están en zonas de frontera como La Constru, que tiene su radio de acción, principalmente, en el municipio de Puerto Asís (Putumayo), en la frontera con Ecuador. Estos grupos también tienen relaciones con estructuras del nivel nacional –grupos guerrilleros o El Clan del Golfo–, con estructuras sicariales en ámbitos locales, así como con mafias internacionales en zonas de frontera.
Estas relaciones se materializan de diferentes formas. Hay grupos que, por un lado, tienen vínculos con un frente de las FARC para controlar el microtráfico y la extorsión en zonas urbanas y, por el otro, vínculos con mafias internacionales para mover rutas de narcotráfico y de tráfico de armas. Los Caqueteños, aun cuando son un grupo pequeño, son un claro ejemplo, ya que controlan el paso de la comercialización de la coca en el trapecio Amazónico, gracias a los nexos con estructuras de las FARC y mafias ubicadas en la triple frontera con Perú y Brasil.
También están aquellos grupos, como La Cordillera, que administran servicios para organizaciones mayores por medio del sicariato y labores de inteligencia. En otras palabras, “tercerizan” servicios y son comparables con un “hub empresarial”, pues trabajan para “grandes clientes” que necesitan controlar eslabones o segmentos de cadenas de valor de las economías criminales, en pequeños radios de acción. De ahí que tienen la capacidad de administrar la coerción –implantan fronteras invisibles– en espacios urbanos o semiurbanos en los que el Estado y sus instituciones son meros espectadores.
“El crimen organizado en lo local, “terceriza” servicios y puede compararse con un “hub empresarial”, pues trabajan para “grandes clientes”
A esto se suma uno de los agravantes del accionar de estos grupos: el impacto humanitario que se expresa en desplazamiento intraurbano, reclutamiento forzado, confinamiento y violencia sexual. Como tienen la necesidad de establecer fronteras invisibles y zonas de control respecto a otros grupos, requieren personas que les provean de información y controlan el acceso y la salida de los habitantes a otras zonas de la ciudad o de las regiones de influencia. Esto se traduce en el reclutamiento de niños y jóvenes y en el confinamiento de las comunidades. Tal es el caso de la disputa que en 2014 protagonizaron Los Botalones y El Clan del Golfo o AGC por el control de rutas y robo de hidrocarburos en el Magdalena Medio santandereano.
Estos grupos también sirven como puente para la llegada de facciones criminales de mayor envergadura a zonas urbanas, lo cual puede generar fuertes disputas, que un grupo sea cooptado por otro, o alianzas temporales. Los Botalones, por ejemplo, habrían servido de “ancla” para que Los Rastrojos ingresaran a Barrancabermeja y Puerto Berrío a controlar el microtráfico y el contrabando de combustibles.
Con relación a su composición, no es correcto afirmar que sus integrantes son, únicamente, desmovilizados. Estos grupos, como La Empresa en Buenaventura, tienen gran capacidad de reclutamiento en barrios o comunas de invasión y con condiciones socioeconómicas precarias. También están integrados por narcotraficantes locales que evolucionaron al vaivén del negocio y de las dinámicas territoriales del conflicto armado. Ese sería el caso de La Cordillera, cuyo posicionamiento en Pereira y en el Eje Cafetero se debería a la orden de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, de trasladar exintegrantes del Frente Héroes y Mártires de Guática del Bloque Central Bolívar (BCB) para controlar el microtráfico, el sicariato, juegos de azar ilegales y préstamos gota a gota, entre otros.
En últimas, las diferentes expresiones que hoy muestra el crimen organizado en Colombia, no tienen una sola explicación. Hay múltiples caras, unas que se acercan más a la continuidad de lo que fueron las AUC, otras que realmente muestran cambios, y otras más que a nivel local hunden su raíces en expresiones del crimen organizado que antecedió a las AUC. Cabe entonces preguntarse por el aprendizaje acumulado y por la adaptación que han tenido estos grupos.
Es importante también preguntarse porqué en muchas regiones del país la gente aún habla de los “paras”. Una explicación quizás tenga que ver con la manera en que experimentaron la violencia cotidiana en zonas de dominio paramilitar, similar a la de hoy por las amenazas, panfletos, desapariciones, extorsiones y la posibilidad de ser señalado como “guerrillero vestido de civil” por no acatar los famosos manuales de conducta. Es posible que este pasado aún resuene en personas que no han visto un cambio real o el desmonte total de estas estructuras.
Estas resonancias del “paramilitarismo” requieren de una agenda de análisis que realmente le apunte a comprender y le de contenido a dicha expresión. Por el momento, es más conveniente hablar de “crimen organizado”.
Del Acuerdo sobre Cese al Fuego y de Hostilidades Bilateral y Definitivo, y Dejación de las Armas pasaron inadvertidas dos referencias explícitas a las milicias de las FARC.
La primera referencia consiste en el transporte de las armas de las milicias hacia las Zonas Veredales de Transición y Normalización (ZVTN), y la segunda, en que todo el armamento, “incluyendo las armas de las milicias”, deberá permanecer en armerillos temporales en campamentos de las FARC para luego ser almacenado en sus contenedores respectivos.
Las milicias no son un tema menor. Las FARC son una organización militar y política, con burocracias y papeles definidos dentro de los cuales las milicias han ayudado a redefinir sus estrategias para tener presencia en las ciudades. Aun así, las milicias siguen siendo un misterio por su naturaleza clandestina.
Según el libro de Juan Guillermo Ferro y Graciela Uribe, El orden de la guerra: las FARC-EP, las milicias:
- Son un mecanismo de trabajo político y militar, con organización propia, dirigidas por el Estado Mayor Central y por los Estados Mayores de los bloques y frentes.
- Son promovidas y dotadas por las FARC pero están integradas por civiles.
- Existen dos tipos: las bolivarianas y las populares. Mientras las primeras tienen una mayor formación política y militar, las segundas son de carácter temporal.
- No son guerrilleros en el sentido estricto de la palabra, porque no hacen carrera militar, llevan una vida sedentaria y tienen condiciones particulares de vida (familia, residencia fija, etc.).
- No son autónomas sino que actúan según los planes del Estado Mayor, que además designa cuadros para dirigirlas.
- Su situación es ambivalente porque no forman parte de las FARC en sentido estricto, pero tampoco son autónomas porque dependen directamente de sus organismos de dirección.
La existencia de milicias implicará un gran desafío para la desactivación de las FARC (y no solo en el plano militar). Sin embargo, los acuerdos del pasado 23 de junio únicamente se refieren a la entrega de sus armas, lo cual evoca, al menos, dos escenarios distintos:
- Armas sí, milicias no. Que solo se entreguen las armas de las milicias sin que haya certeza sobre el futuro de los milicianos, lo que deja abierta la posibilidad de que permanezcan en la clandestinidad.
- Armas sí, milicias también. Que participen en un eventual proceso de reincorporación.
“Las FARC, más sus redes de apoyo, podrían tener más de 45.000 armas de todo tipo”
Si se da el primer escenario, los supervisores pueden encontrar que hay más armas que desmovilizados, algo poco común en este tipo de procesos, tanto en Colombia como en el mundo.
Hace unas semanas, el diario Vanguardia Liberal citó una fuente de inteligencia militar según la cual las FARC, más sus redes de apoyo, podrían tener más de 45.000 armas de todo tipo (largas y cortas). Esto supondría serios retos en el rastreo de las armas, más aún cuando habrá una presión muy fuerte por parte de organizaciones criminales para que estas pasen a sus arsenales o para que ingresen al mercado negro. Esta presión será especialmente intensa en zonas de frontera donde hay municipios que tendrán ZVTN y Puntos Transitorios para la Normalización (PTN).
Por otro lado, si por cada arma hubiera un combatiente y si solo estuvieran en los campamentos los cerca de 8.000 guerrilleros (más los beneficiarios de la excarcelación), ¿quedarían cerca de 36.000 personas (45.000 armas, menos 8.000 combatientes, menos 1.000 excarcelados) fuera de cualquier ejercicio de monitoreo y verificación?
Más allá de los cálculos especulativos parece que las instituciones del Estado no conocen las dimensiones de este grupo armado. En el proceso con los paramilitares, el país se llevó una gran sorpresa al ver cómo los cálculos iniciales que hablaban de 12.000 integrantes se triplicaron y llegaron a los 32.000. Sin embargo, también hay que decir que en ese proceso hubo muchos “paracaidistas” (narcotraficantes puros) que a última hora se hicieron pasar por paramilitares.
Se espera que esto no pase en el proceso con las FARC por sus parámetros de disciplina y contrainteligencia. Y también porque se espera que el desplazamiento de las FARC a las ZVTN esté precedido por el suministro de información sobre quiénes lo harán; información que seguramente será contrastada con la inteligencia que ha sido recabada sobre este grupo a lo largo de los años. En esos momentos, la confianza entre las partes será un ingrediente decisivo para hacer viables los primeros pasos de los protocolos de dejación de armas.
De darse el segundo escenario, los negociadores de las FARC estarían en el deber de dar a conocer el tamaño de sus milicias, así como de aportar a la verdad histórica y judicial sobre sus posibles responsabilidades con ocasión del conflicto armado.
Hay casos en el mundo en los que las milicias han participado en los procesos de paz. Por ejemplo:
El Ejército para la Liberación de Kosovo (KLA), un grupo rebelde que combatió el régimen serbio, estaba compuesto casi en un 50% por milicias. La intervención de la OTAN dio prioridad al desmonte del KLA, que se desarmó y se transformó en un cuerpo de protección civil (KPC). Además se estableció que los integrantes y unidades del KLA con capacidades militares y paramilitares podrían participar en el proceso. Aunque no hay una mención explícita de las milicias, puede inferirse que estas pudieron haber participado en los programas de DDR por ser parte orgánica de los grupos armados.
En Guatemala fueron milicias las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) y los Comités Voluntarios de Defensa Civil (CVDC), creados por el Estado en 1981. Aunque el proceso de paz pretendió desmovilizar y desarmar a las milicias, estas no tuvieron ningún programa de reintegración ni participación en el postconflicto. Además, debido a las reformas de seguridad que se hicieron antes, durante y después de la firma de la paz, los mecanismos de DDR aplicados a las PAC fueron improvisados y no tuvieron en cuenta la dimensión del problema (las PAC tenían entre 500.000 y un millón de integrantes).
Las Fuerzas Armadas de Burundi crearon los Guardianes de la Paz, un grupo paramilitar que apoyó sus operaciones, mientras que los rebeldes hutus conformaron sus propias milicias: los Militantes Combatientes y los Adultos Asociados. En ninguno de los acuerdos se establecieron protocolos y programas de DDR para las milicias. No obstante, el gobierno de transición expidió un decreto de desarme civil que incluía la disolución de las milicias, pese a lo cual gran parte de las armas en su poder no se recogieron porque entregarlas no era requisito para acceder a beneficios del gobierno.
“Si Colombia transita de un conflicto armado a una situación de crimen organizado a gran escala, el tratamiento inadecuado de las milicias puede agravar el problema”
Las experiencias internacionales demuestran la importancia de tener en cuenta a los milicianos y sus armas en el cierre de las negociaciones de paz. Si es cierto que cada bloque y frente de las FARC tiene sus milicias, estas pueden representar un riesgo muy grande para la estabilización posterior a la firma del acuerdo.
Si Colombia transita de un conflicto armado a una situación de crimen organizado a gran escala en las ciudades, un tratamiento inadecuado de las milicias puede agravar el problema. Es exagerado decir que las milicias son únicamente criminales. Por el momento no. Pero habría que ver qué sucede con su lealtad y disciplina después del Acuerdo Final.
¿Pasarán a engrosar la plataforma política de las FARC como movimiento político? ¿Serán cooptadas por organizaciones criminales? ¿Transitarán en la clandestinidad sin que los colombianos tengamos derecho a saber qué hicieron, su dimensión y de qué son responsables?
Sabemos que las milicias existen aunque pocos las mencionen. Y ninguna entidad que hizo parte de un ejército puede ser menospreciada. Será responsabilidad de los negociadores en La Habana que con el fin del conflicto haya explicaciones explícitas sobre las milicias.
La movilización y la protesta social son expresiones ciudadanas propias de la democracia y en países como Colombia, un medio efectivo para llamar la atención del gobierno, los legisladores y los medios de comunicación. El ejercicio de este derecho permite ganar adeptos y seguidores de causas comunes que lideran aquellos que sienten que el Estado no funciona como debería en la provisión de bienes y servicios básicos, o que terceros afectan derechos que deben ser protegidos.
Gran parte de este fenómeno proviene de una multiplicidad de solicitudes desatendidas por parte del Estado y en ocasiones del sector privado, que sumadas a la debilidad y falta de efectividad de las burocracias, son el terreno propicio para que florezca el descontento y se instrumentalice por parte de políticos, grupos criminales u organizaciones con intereses particulares que muchas veces nada tienen que ver con las necesidades de la gente.
La movilización y la protesta social son asuntos cruciales de la seguridad y la convivencia ciudadana. Esta última ha avanzado de manera considerable en años recientes, pasando de privilegiar concepciones basadas en la reacción y el uso de la fuerza, a una visión centrada en el análisis de riesgos sociales, datos y tendencias delictivas que permitan identificar factores asociados a los fenómenos delictivos o de violencia. En este análisis se ha comprendido que la seguridad y la convivencia ciudadana NO son responsabilidad exclusiva de la Policía, y que las alcaldías e instituciones nacionales de distinto orden deben involucrarse en la prevención y control de la inseguridad y la violencia desde sus propias responsabilidades misionales.
Sin embargo, esta visión no parece tener impacto en el análisis de la movilización y la protesta ciudadana. Lo que acapara toda la atención son las condiciones para el ejercicio de ese derecho y el comportamiento de la Policía. Este debería protegerse y garantizarse de una manera que vaya más allá de la presencia policial, orientarse a la solución de los problemas que lo originan o, a que se atiendan los reclamos de manera eficiente una vez se presente la protesta.
“La seguridad y la convivencia ciudadana no son responsabilidad exclusiva de la Policía. Las alcaldías e instituciones deben involucrarse”
De ahí que sea necesario avanzar, con enfoque territorial, en la identificación de los puntos más críticos en que el Estado no ha atendido las solicitudes de la ciudadanía, que sus decisiones u omisiones han afectado a ciertos grupos o sus intervenciones han sido ineficientes. Sobre esta base, es fundamental que a través de acciones articuladas de las instituciones locales y nacionales, los ciudadanos obtengan respuestas y atención y no tengan que salir a protestar para ser escuchados. De lo contrario, la Policía es la que tiene que afrontar la situación con mecanismos que afectan su relación con la comunidad, que es, al final, la que termina pagando los costos que algunas veces genera ejercer este derecho.
Garantizar y proteger el ejercicio de la protesta y la movilización y, sobre todo, lograr que su ejercicio sea eficiente para los involucrados, impone retos para quienes lo ejercen (porque tienen un interés o simpatía), para quienes se abstienen (porque se pueden sentir afectados) y para las autoridades del Estado que son las que deben garantizar su ejercicio y atender las demandas de los manifestantes.
En medio de la debilidad y la falta de articulación institucional en el que actualmente se presenta la protesta y la movilización social, en la FIP encontramos que las disposiciones constitucionales, el Acuerdo de Participación Política entre el Gobierno Nacional y las FARC y el nuevo Código de Policía se contradicen y tienen vacíos e imprecisiones sobre los que es necesario trabajar con una visión articulada y coherente. Algunos de los principales temas de discusión son:
1. El derecho a la protesta y la movilización establecido en el artículo 37 de la Constitución está definido como un mecanismo de participación política elevado a derecho fundamental, que debe ser protegido y fortalecido tal como lo ha reiterado la jurisprudencia de la Corte Constitucional (sentencia C179 de 1994). Según el alto tribunal, es inconveniente requerir permisos para reuniones y manifestaciones, por considerar que limitan el ejercicio del derecho. Sin embargo, no establece un criterio claro de las condiciones en las cuales podría limitarse por la vía de la negación o de la disolución o control de una manifestación que no sea pacífica.
2. El Acuerdo de Participación Política establece que la movilización y la protesta social serán mecanismos fundamentales de participación, por lo que muy probablemente, las FARC, usarán a gran escala para impulsar sus propuestas, ganar seguidores y presionar a las autoridades nacionales y locales en favor del cumplimiento de los acuerdos de paz y sus compromisos con las comunidades. Puede anticiparse, que los múltiples escenarios de participación pactados, sumados a los existentes y a las históricas barreras en la ejecución de los recursos públicos, especialmente en zonas rurales, abonarán el estilo y los mecanismos de acción política que estarán a disposición de las FARC, por lo tanto, impulsar la protesta y movilización de manera holgada puede facilitarles un alto impacto mediático y político.
3. Las disposiciones del nuevo Código de Policía y las facultades otorgadas a las autoridades para regular la protesta social, se concentran en las alcaldías y en el uso y desempeño del ESMAD. Si bien el nuevo Código reconoce el derecho fundamental a la reunión y lo describe como público y pacífico, define que las alteraciones de la convivencia justifican la posibilidad de objetar o diluir una movilización o protesta. Sin embargo, no establece parámetros precisos para que la autoridad actúe y su tratamiento puede variar en diferentes regiones y de acuerdo con el criterio de quien examine la solicitud o adopte la decisión de intervenir para detener o diluir una movilización. En la práctica, serán los alcaldes quienes determinen el riesgo de afectación a la convivencia cuando reciban una solicitud de movilización y junto con el Comandante de Policía también determinarán la manera de controlar una protesta.
En la FIP creemos que es necesario articular el nuevo Código de Policía, el Acuerdo de Participación Política y la normatividad existente, para no duplicar esfuerzos y enviar mensajes contradictorios que impidan realmente garantizar el ejercicio de la protesta y la movilización social. Esta preocupación la encontramos también en el discurso de Timochenko en la firma del acuerdo de fin del conflicto, quien mencionó que para la implementación del acuerdo será necesaria la organización y movilización constante de la gente. Ya que se está proponiendo incluir una comisión especial en este tema en el Acuerdo de Participación Política, sería la oportunidad para coordinar instancias y organizaciones a nivel nacional y local.
“Las disposiciones constitucionales, el Acuerdo de Participación Política entre el Gobierno Nacional y las FARC y el Código de Policía se contradicen y tienen vacíos y imprecisiones”
No es un secreto que tan solo unas pocas ciudades capitales cuentan con secretarías de seguridad o con funcionarios y capacidades que permitan hacer análisis objetivos sobre los riesgos a la convivencia que pueden generar una protesta o movilización. Igualmente, son pocos los municipios que están en capacidad de diseñar estrategias que garanticen su ejercicio e impulsar la articulación institucional necesaria para prevenir o responder adecuadamente a las expectativas y demandas de los manifestantes. La mayoría de los municipios y en especial los rurales, delegarán la decisión y el manejo de la protesta a la Policía. Por su naturaleza y misionalidad, esta se limitará a brindar una respuesta policial y no atenderá las solicitudes que la provocaron, cuya atención corresponde a otras autoridades locales y nacionales. Sin embargo, su actuación (así respete los protocolos) puede que afecte la legitimidad policial y la confianza de la ciudadanía. Ni que decir si se llegasen a presentar excesos en su accionar.
A la FIP también le preocupa el cruce de intereses derivados de la protesta y la movilización social, que las administraciones municipales y la Policía deberán atender y sobre los que no hay criterios o lineamientos claros. Por ejemplo:
¿Cómo balancear los derechos de quienes protestan y se movilizan y de quienes no participan en estos espacios y se sienten afectados por este tipo de acciones? Tal es el caso del uso de vías públicas.
¿Cómo generar escenarios para que el derecho a la protesta y movilización encuentre un entorno seguro que permita su ejercicio de manera pacífica sin que se restrinja su goce?
Ante la falta de claridad, el presidente Santos afirmó hace poco, en el evento de ascenso del Director General de la Policía, que en razón al aumento natural de las expresiones de protesta, era el ESMAD el encargado de preservar la seguridad y la convivencia en los espacios de movilización, por lo que anunció el fortalecimiento de esta unidad. Esto, por supuesto, no podría excluir las responsabilidades de las instituciones locales y nacionales en la prevención o la pronta atención de solicitudes de movilización. Aunque el nuevo Código de Policía establece la creación de un grupo de ‘gestores’ de naturaleza civil que acompañen las protestas, no se definen sus alcances ni los criterios que permitan identificar cuando termina el rol del gestor y se inicia el del ESMAD. De ahí que balancear el rol de estos dos grupos puede generar una oportunidad para que la legitimidad de la Policía no se afecte aún más después de estos episodios.
En el medio de estas discusiones se encuentra la ciudadanía, que espera, por un lado, contar con las garantías para movilizarse, pero por el otro, que existan espacios seguros y no se alteren otros derechos como el del libre tránsito o se vea afectada la economía y sus ingresos.
Dada la importancia que en el postconflicto adquiere la protesta y la movilización y el interés táctico de este mecanismo para consolidar la participación en política de las FARC, es necesario armonizar los instrumentos normativos y desarrollar reglamentaciones o mecanismos precisos que guíen la actuación de los alcaldes, en especial, para los municipios que carecen de capacidades y competencias técnicas para gestionar los diversos intereses y derechos que se entrelazan.
Los municipios en los cuales hay mayores probabilidades de afrontar movilizaciones y protestas, requieren apoyo especial de parte del gobierno, de manera que el Estado atienda sus demandas de manera efectiva evitando el permanente peloteo institucional que aviva el descontento y la frustración. De igual forma, hay que generar mecanismos eficaces de mediación, no solo para las disputas entre particulares, sino entre particulares y el Estado, en especial, en sectores sensibles con capacidad de alterar la convivencia.