FIP Opina / 9 de junio de 2021 / Tiempo de lectura: 8 min.

Cali: la protesta y las varias violencias

En Cali coexisten muy distintas violencias, pero el Estado ha tendido a confundirlas. Por eso urge entender bien la situación y adoptar respuestas diferenciadas. Esta podría ser la hoja de ruta.

Esta columna se publicó el 7 de junio de 2021 en razonpublica.com Leer columna original

Una mezcla compleja

El estallido social durante el paro nacional mostró la cara más activa y pacífica de la ciudadanía, pero también exhibió distintos tipos de violencia (incluida la estatal) y creó una crisis que parece no tener solución.

Cali se convirtió en uno de los epicentros de la protesta, la movilización y la violencia en Colombia. Mientras los grupos armados intentan sacar ventajas, la exagerada respuesta del gobierno revela y empeora los problemas políticos y sociales de esta urbe.

La situación actual es complicada y no puede reducirse a los enfrentamientos entre los manifestantes y la Fuerza Pública, ni a la presunta conspiración gestada por las organizaciones criminales que pretenden desestabilizar el país. En realidad, existen muchas capas superpuestas.

Además de su dimensión política y social, el paro tiene implicaciones en el ámbito de la seguridad. Por eso, es necesario dialogar sobre la violencia y el papel de quienes la usan. Subestimar este último punto contradice el deber de proteger a los manifestantes y de enfrentar las dificultades de manera diferenciada y proporcional.

Cali: el orden en disputa

Desde mediados de los años ochenta, Cali carga con el peso de ser una de las ciudades más inseguras y violentas de Colombia.

Cali es el centro estratégico de una región marcada por la fragmentación territorial y la proliferación de las economías ilícitas. Esta situación acentuó la desigualdad socioeconómica, la violencia crónica y la corrupción política que afligieron a los ciudadanos.

La violencia en la ciudad surgió como un mecanismo paralelo de orden, distribución de recursos y construcción de legitimidad, desde la presencia del M-19, la respuesta militar y la disputa entre el Cartel de Cali y el Cartel de Medellín, hasta la implosión del Cartel del Norte del Valle.

Sobre las ruinas de aquellas jerarquías proliferó la actividad de bandas criminales, oficinas de cobro, rebuscadores, mediadores, “traquetos”, sicarios independientes y pandillas que, tras casi 30 años, no acaban de conformarse.

A diferencia de Medellín, donde una operación criminal cada vez más ordenada desembocó en la regulación criminal del uso de la violencia, en Cali ese orden es fragmentado, con una estabilidad que depende de la capacidad de pagar la nómina.

En la ciudad confluyen tres tipos de violencia: la violencia diaria, que va desde riñas entre conocidos y desconocidos hasta la violencia intrafamiliar; la violencia “autoafirmativa”, que ejercen los criminales con poca organización y capacidad armada; y, finalmente, la violencia organizada, de quienes tienen poco arraigo territorial pero mucho armamento y disciplina interna.

Las violencias y el paro

Actualmente, la violencia se privatizó y atraviesa las relaciones sociales. En este contexto es importante preguntarse cómo se desarrollan la movilización y la protesta, teniendo en cuenta que la capacidad de respuesta de las instituciones es reducida.

La respuesta no es fácil: no es suficiente con identificar si hay infiltraciones o si las organizaciones criminales están detrás de los hechos violentos. El asunto es saber cómo se expresan y exacerban las condiciones de base en medio del paro.

La situación actual revela las complejidades de la seguridad que atraviesan la vida de los ciudadanos, pero que el Estado suele simplificar con el uso de categorías como las de “riñas”, “intolerancia” o “ajuste de cuentas”.

Por eso importa reconocer: 1) la herencia del conflicto armado; 2) el hecho de que las distintas formas de violencia organizada y su privatización juegan un papel importante; y 3) la manera infructuosa como el Estado entiende la seguridad, con la inercia de la lucha contrainsurgente y la identificación del “enemigo”.

Tensiones acumuladas

Lo ocurrido el 21 de noviembre de 2019 fue una alerta sobre los riesgos de la desigualdad, el racismo, la exclusión, la corrupción y el uso de la violencia. Pero el gobierno no le prestó atención.

Por eso, las restricciones impuestas para contrarrestar la pandemia agravaron la situación y exacerbaron la incertidumbre y exclusión, así como la desconfianza en las instituciones.

Debido a esto la convocatoria del paro nacional conectó los motivos nacionales con los locales (e incluso con los microlocales) que no lograron tramitarse a lo largo del último año.

La movilización que comenzó el 28 de abril fue masiva y pacífica, pero —como ocurrió en noviembre de 2019— también dio paso al vandalismo, los bloqueos, la destrucción de la infraestructura y los saqueos y hostigamientos a las estaciones de policía. El Estado respondió desplegando el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) y otras especialidades de la Policía Nacional.

Esto causó enfrentamientos entre la Policía y los manifestantes. El resultado fue el uso excesivo de la fuerza, la extralimitación de funciones y los casos susceptibles de investigaciones penales (homicidios, lesiones, acoso sexual, omisiones y violencia verbal) por parte de los uniformados. También se registraron civiles armados operando y disparando en conjunto con algunos miembros de la Policía Metropolitana de Cali.

Los rumores proliferan en medio de la crisis; el panorama es confuso y no está exento de estigmatización y acusaciones creadas en el calor de los hechos.

Un mapa de las violencias

Diseccionar la violencia no es fácil y cualquier clasificación corre el riesgo de simplificar la situación. La gráfica siguiente representa los tipos de violencia, que cambian dependiendo de la época y el territorio. El tamaño de los círculos no necesariamente refleja con exactitud sus proporciones.

En el caso de Cali, la violencia fortuita tuvo como respuesta la violencia estatal, aunque en algunos casos esta última causó la violencia fortuita. Rápidamente la violencia estatal chocó con la violencia organizada (extralegal). Al fragmentar la capacidad de respuesta de esta última se abrieron oportunidades para:

  • Ubicarse políticamente y crear liderazgos locales, como sucedió con los grupos barriales reunidos en torno a la “Primera Línea” en sectores como Paso del Comercio, “Puerto Resistencia”, Siloé, Puente de los Mil Días, Calipso y Meléndez.

  • Extraer rentas, como sucedió con el comercio irregular de gasolina en los alrededores de las estaciones de servicio saqueadas, con las rutas de transporte “pirata” (resultado de la destrucción organizada del sistema de transporte masivo) y con las limitaciones a la movilidad.

  • La reacomodación y el robustecimiento criminal, como en los casos de El Lido y Sultana, donde las estaciones de policía fueron hostigadas durante más de una semana. Estos fenómenos coincidieron con los atentados e intimidaciones de algunos criminales que perdieron su control territorial.

  • Enfrentamientos entre civiles armados en distintos sectores de la ciudad. En dos casos que ocurrieron en Ciudad Jardín, la Policía permitió los enfrentamientos y no evitó el uso de armas.

Respuestas urgentes

Los entrecruces de estas violencias son un desafío para la protesta social y la seguridad de las ciudades. En el fondo, existe una paradoja que podría resultar en nuevos casos de violencia paraestatal: una parte de la población considera que la Policía abusa de su fuerza, mientras la otra cree que no actúa con la contundencia necesaria.

En medio de la polarización, la reforma de la Policía y las críticas al manejo de la seguridad pasaron a formar parte de la agenda de reivindicaciones. Las propuestas van desde el desmonte del ESMAD hasta el aumento de la militarización. Mientras se debate, la violencia sigue. No hay un camino claro para contener los enfrentamientos; los muertos y los heridos aumentan día a día.

La situación se salió de control y aunque el despliegue de las Fuerzas Militares puede estabilizarla momentáneamente con la ocupación física del territorio, las condiciones para que la crisis se repita permanecen.

Está claro que la Policía no puede arreglar el daño provocado por las malas políticas; las respuestas a la violencia están fuera del ámbito de la seguridad. Sin embargo, es importante tomar decisiones inmediatas. Hay que:

  • Esclarecer los hechos ocurridos en la ciudad desde el 28 de abril. El alto número de homicidios y lesionados durante la contingencia, así como los reportes de violaciones de derechos humanos, daños y pérdidas, deben ser investigados y sancionados rápidamente, si quiere reconstruirse en alguna medida la confianza y la legitimidad perdidas.

  • Definir los criterios estratégicos para la intervención. No tiene sentido que el ESMAD despliegue su fuerza en sectores de baja intensidad y en las protestas pacíficas, en vez de concentrase en impedir la destrucción de los activos estratégicos.

  • Asegurar una respuesta proporcional y sujeta al principio de rendición de cuentas. Los distintos tipos de violencia exigen intervenciones diferenciadas.

  • Garantizar el cumplimiento de las normas que orientan la intervención de las autoridades en la movilización social.

  • Caracterizar mejor los escenarios de riesgo para desplegar de manera más eficiente los recursos. Se necesita de una mejor inteligencia y una interlocución más fluida y permanente entre las administraciones locales y el gobierno nacional. El 90% de las acciones estatales para evitar la violencia deben ocurrir antes de las protestas. Una vez el conflicto escala y aparece el crimen y la violencia oportunista es muy difícil detenerlas.

  • Usar un discurso sobre los distintos tipos de violencia, rechazando claramente aquella que se ejerce en el marco del abuso de la autoridad o que es el resultado de una conducta ilegal por parte de los agentes del Estado.

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*Historiador de la Universidad del Valle, asesor de políticas de seguridad y convivencia.

 

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