FIP Opina / 27 de mayo de 2019 / Tiempo de lectura: 6 min.

¿La paquidermia económica tiene que ver con la polarización?

El verdadero problema está en dos efectos que veo en la polarización en materia de política económica: bloqueo e inflexibilidad de los actores económicos frente a eventuales cambios en la política.

Esta columna se publicó el 27 de mayo de 2019 en lasillavacia.com Leer columna original

En días pasados, el DANE reveló que la economía colombiana cerró el primer trimestre de 2019 con un crecimiento de 2.8, y luego, la calificadora de riesgo Fitch ratificó el triple B de Colombia, pero varió la expectativa de estable a negativa, mientras Fedesarrollo anunciaba que la confianza de los consumidores se situaba en abril en un -9.6 por ciento.

Estos datos dejaron contentos a muy pocos. Pero no porque las cifras colombianas transiten en terrenos negativos absolutos, o porque estemos mucho peor que nuestro vecindario. De hecho, nuestros fundamentales se han mantenido estables y nuestro crecimiento sobresale entre las turbulencias del contexto.

Mientras se desarrolla el conflicto comercial entre EE.UU. y China, y el dólar se acerca a su máximo histórico, países como Argentina, Chile, Perú y México crecieron a tasas más modestas que Colombia en el mismo periodo. De hecho, la economía colombiana ha sido particularmente resiliente frente al desafío que supone la crisis política venezolana y el gran flujo migratorio.

La incomodidad con los datos tiene que ver, según explicó el Gerente del Banco de la República, con que en esta ocasión no hay elementos económicos estructurales que expliquen el estancamiento.

Es decir que, si sólo fuera por los indicadores económicos y por las decisiones de regulación y de gasto público, la economía debería estar creciendo por encima del 3 por ciento, que era la previsión del Gobierno.

Frente a esta inquietud, varios analistas y el propio Banco Central se aventuraron a señalar que quizás existe una relación entre la paquidermia económica y el ambiente de polarización política, y que esta sería otra buena razón para cambiar el tono de la confrontación actual.

La tesis ha sido explorada en los principales medios de comunicación. La propia Diana Calderón, en su famosísima Hora 20, intentó hacer en un debate sobre el tema que terminó en fiasco.

Entre lugares comunes, el Representante Álvaro Hernán Prada, los senadores Angélica Lozano y Roy Barreras, y el presidente ejecutivo de Fedegán, José Félix Lafaurie (cada quien con distintos niveles de enjundia), nos demostraron que el debate público de nuestro país ha llegado a un punto de predictibilidad y superficialidad francamente asombroso. Pese a los esfuerzos de la moderadora, ni siquiera pudieron plantear una opinión elaborada frente al tema central.

Como el asunto es vital y no ha quedado debidamente abordado, propongo algunas puntadas para que comencemos a reflexionar. Arrancando por precisar qué significa polarización. Porque polarización no es sinónimo de radicalización ni de pugnacidad. En Colombia hemos confundido la polarización con la ausencia de consensos y con el predominio de las malas maneras. Las buenas democracias ofrecen propuestas radicalmente distintas y tienen debates candentes y, muchas veces, duros y molestos. Con recriminaciones y señalamientos.

Se llama polarización, en los estudios de política y paz, a la construcción de un sistema binario caracterizado por la lógica de “quien no está conmigo está contra mí”. Su centro es la oposición entre nosotros y los otros, y tiene un contenido principalmente sociológico y emocional. La polarización se consolida cuando tenemos la certeza de que hay un grupo contrario a nuestros intereses, cuyo propósito esencial es hacernos daño, cueste lo que cueste.

La polarización hace inviable construir acuerdos para grandes reformas o para políticas que impliquen un alto esfuerzo fiscal. Esto por la incapacidad de tener conversaciones donde el argumento estén por encima del miedo y la suspicacia.

Cuando la sociedad se polariza pasan tres cosas. Lo primero es que dejamos de hablar con quienes disentimos, precisamente porque les tememos y porque, por ello, no les creemos. En lugar de escucharlos y discrepar, hacemos suposiciones, especulamos sobre sus intenciones y elaboramos teorías conspirativas que justifican la visión que tenemos de su maldad.

Segundo, procuramos consolidar un grupo que nos proteja y, dentro de él, aupamos el unanimismo. Eliminamos el disenso y la conversación crítica dentro de quienes consideramos nuestros aliados, y somos capaces de suscribir tesis que en otro momento nos parecerían absurdas, simplemente porque las dice alguien que consideramos parte de nuestro grupo de apoyo.

Y tercero, que es lo más riesgoso, es que es tanto el miedo que sentimos, que comenzamos a pensar que la solución a nuestros problemas es que los otros no existan. Que se vayan, que no estén, que no molesten, que tenga su merecido.

Nuestro odio y fastidio se vuelven tan grandes que se abre en nuestro interior la posibilidad de aceptar distintas formas de violencia. Y, para justificarlo, tendemos a deshumanizar a nuestra contraparte, a burlarnos de ella, a animalizarla (que es un precario modo de reducción) y de volverla “innombrable”.

O sea que en Colombia sí estamos polarizados

En el contexto de una polarización extrema, si las élites en el poder tienen comportamientos pro-mercado y son favorables a la libre empresa, es posible que se den crecimientos económicos de manera acelerada. Porque en estos casos existirán incentivos y capacidad política para introducir los ajustes que sean necesarios. Siempre y cuando las mayorías políticas sean amplias.

En general la economía, responde más negativamente a las incertidumbres que genera una eventual reforma pensional o fiscal, y a los cambios en las reglas de juego para la compra de bienes de capital, que al reconocimiento de un debate político irreconciliable y violento.

El problema verdadero no está allí, sino en los dos efectos que veo en la polarización en materia de política económica. Uno es el bloqueo y otro la inflexibilidad de los actores económicos frente a eventuales cambios en la política, lo cual no es sólo previsible sino también deseable en una democracia sana.

Sobre el primero diré que la polarización hace inviable la construcción de acuerdos para grandes reformas estructurales o para políticas públicas que impliquen un alto esfuerzo fiscal. Esto por la incapacidad de tener conversaciones serias y críticas, en donde la conveniencia y el argumento estén por encima del miedo y la suspicacia.

En ambientes polarizados, la tendencia de los Gobiernos es imponer sus ideas o impulsar consensos con mayorías precarias. Mientras la oposición se esfuerza en bloquear a como dé lugar las propuestas de su contraparte. Y para ello, esgrime argumentos que van desde lo técnico a lo intimidatorio.

El modo como hablamos de reforma a la justicia, de fracking, de hidroeléctricas y del metro en Bogotá son buenos ejemplos de ello. Es evidente que, en esos casos, resulta muy difícil comprometer a los inversionistas.

Sobre la falta de resiliencia tenemos un problema quizás más serio, porque si la estabilidad económica termina dependiendo de la permanencia ad infinitum de un determinado Gobierno (que defienda unas determinadas ideas) y el triunfo eventual de la oposición se transforma en una posibilidad impensable para el bienestar de la economía, lo que pasa es que, por efecto del miedo, terminamos erosionando la misma calidad de nuestra democracia.

Este un asunto con severas connotaciones. Que tenemos que examinar y atender juntos si queremos que nuestra querida paz sea verdaderamente estable y duradera. Continuemos en el debate.

 

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