FIP Opina / 7 de diciembre de 2016 / Tiempo de lectura: 5 min.

Posconflicto más allá del campo

Si nuestra intención es poner en marcha un verdadero programa de desarrollo rural para el posconflicto, ya es hora que admitamos el lugar preponderante que deberán tener en él nuestras ciudades intermedias.

Esta columna se publicó el 7 de diciembre de 2016 en lasillavacia.com Leer columna original

Y, en consecuencia, que exijamos del Estado políticas y programas que permitan un desarrollo urbano ordenado y diverso, orientado a la generación de ambientes propicios para el florecimiento de la vida económica, social, política y cultural, más allá de los estrechos muros que suponen los centros urbanos de más de un millón de habitantes.

No nos digamos mentiras. La imagen –hasta cierto punto idealizada– de la economía rural solidaria, es posible sólo si existen mercados que absorban los frutos del esfuerzo en el campo sin aumentar los costos de producción por déficits de competitividad, y centralidades que provean la cercanía a un Estado eficiente, además de acceso a la innovación, la educación y el conocimiento. En ese sentido, es fundamental que la paz territorial no se entienda como una noción restringida a los espacios de la ruralidad dispersa, sino que incluya las dimensiones rural y urbana y, sobre todo, las interacciones que se tejen entre ellas.

El asunto sobre el cual llamo la atención fue indirectamente abordado en un brillante artículo de Jorge Iván González, Marta Cardozo, Rubén Maldonado, María Virginia Angulo y César López, el cual fue publicado en el 2009 por la revista Controversia (N°192), bajo el título “Centralidades y convergencias regionales, el caso de los Montes de María”. Este texto, que rescata la idea de los “circuitos” propuestos por Lonergan, propone una noción de convergencia regional marcada por dos elementos. Uno es la homogenización de la calidad de vida de la gente y otro la capacidad de administrar los tributos de manera eficiente y centralizada. Para el cumplimiento de ambas condiciones es necesario un polo urbano de atracción que active los intercambios y distribuya bienestar.

Es fundamental que la paz territorial no se entienda como una noción restringida a los espacios de la ruralidad dispersa, sino que incluya las dimensiones rural y urbana y, sobre todo, las interacciones que se tejen entre ellas

Hasta el momento sabemos que el Acuerdo de Paz propone la focalización de 16 zonas tradicionalmente afectadas por el conflicto y la debilidad institucional. Para este conjunto de municipios, la acción del Estado tendrá el rostro de los Programas de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial (Pdet) y de los Planes para el Desarrollo Alternativo (Pisda), los cuales serán elaborados de manera participativa y tendrán una orientación claramente económica. Dentro de los marcos éticos y operativos, claro está, del fomento a alternativas económicas de tipo popular y cooperativo.

En ausencia de un listado oficial, los ejercicios de priorización realizados hasta el momento nos muestran un panorama ya bien conocido. Se trata de las regiones históricas del conflicto y el abandono: El Urabá chocoano y antioqueño, el norte y Bajo Cauca en Antioquia, Montes de María y la colección de “sures” del Magdalena Medio en línea prácticamente recta hasta el Catatumbo y la frontera con Venezuela. Siguiendo por la misma vía, pero desviando hacia el sur oriente, el conflictivo Sarare, que agrupa varios municipios de Norte de Santander, Boyacá y Arauca. Y a él se suma la histórica Macarena y la región del Ariari, Caquetá Putumayo y el piedemonte del Huila conectado con el sur del Tolima. Para rematar, desde el suroccidente hacia el norte, con el pacífico nariñense, la bota caucana y el abandono sistemático de Buenaventura y el Atrato.

Frente a este panorama, la pregunta necesaria: ¿Cuáles son las ciudades inmersas en esos circuitos regionales, que tienen la capacidad de desatar procesos de convergencia territorial? Y, con ello, ¿a dónde debe dirigirse un esfuerzo urbano orientado a la sostenibilidad del posconflicto? En el orden de arriba, el conjunto urbano que requiere un tratamiento de primer orden está conformado mínimamente por: Apartadó, Caucasia, Sincelejo, Barrancabermeja, Cúcuta, Arauca, Yopal, Villavicencio, Pitalito, Florencia, Mocoa, Popayán, Tumaco, Buenaventura y Quibdó. Este es el verdadero cinturón de protección del posconflicto.

¿Cuáles son las ciudades inmersas en los circuitos regionales que tienen la capacidad de desatar procesos de convergencia territorial? ¿A dónde debe dirigirse un esfuerzo urbano orientado a la sostenibilidad del posconflicto?

En un valioso estudio sobre el tema de ciudades intermedias realizado por el BID en 2015 (Nota Técnica 758), Patricia Torres y Carlos Jorge Caicedo proponen una metodología para identificar y hacer seguimiento al progreso de las ciudades intermedias. En este se establecen conjuntos de ciudades analizando de manera conjunta indicadores fiscales, económicos y poblacionales. Los resultados, para efectos de nuestro análisis, no pueden ser más crudos.

De las 15 ciudades que cité arriba, ninguna hace parte de la categoría de llamada “con mayor potencial”. Estas, de acuerdo con el estudio, podrían constituirse en polos importantes de desarrollo en el corto plazo. En un segundo renglón, sólo Sincelejo y Villavicencio tienen comportamientos de avance fiscal por encima del promedio y únicamente Cúcuta refleja tendencias de gestión institucional relevantes. A ello se suma un conjunto de ciudades que, si bien tienen indicadores institucionales y fiscales aceptables, aportan de manera muy pobre a la actividad económica de las regiones y el país. Me refiero a Pitalito, Popayán y Yopal. De resto, las ciudades del posconflicto pertenecen al grupo que Torres y Caicedo denominan de “debilidad manifiesta”, y requieren algo más que asistencia técnica esporádica para activar sus posibilidades de crecimiento y desarrollo.

Este panorama es una alarma ineludible. Requerimos poner en marcha medidas que nos permitan atraer recurso humano bien calificado a este conjunto de centros urbanos, y que generen oportunidades de crecimiento e inversión. En tiempos de discusiones sobre catastro, tributación y paz, no estaría de más pensar en incentivos para la llegada de empresas con visión de futuro sostenible y vocación de permanencia en este conjunto crítico. En estas medidas podría estar el antídoto para que la paz territorial no sea otro espejismo.

 

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