FIP Opina / 13 de marzo de 2016 / Tiempo de lectura: 10 min.

De La Habana a las aulas

Educar para la paz implica transformar los imaginarios que justifican la violencia, generar un ambiente donde la solución pacífica de los conflictos sea la norma y las diferencias coexistan armónicamente

Esta columna se publicó el 9 de marzo de 2016 en opendemocracy.net Leer columna original

Columna de la serie Perspectivas del postconflicto en Colombia, una iniciativa de la FIP y Democracia Abierta, publicada el 9 de marzo de 2016

Las negociaciones entre el Estado y las FARC, y la posibilidad de la firma de un acuerdo de paz –y, por consiguiente, de un postconflicto– nos han puesto a muchos en Colombia a soñar con un nuevo país. Para lograr ese sueño, se pone a menudo, en la educación, gran parte de las esperanzas. Sin embargo, a la hora de plantear una ruta clara para la educación de cara al postconflicto, surgen más dudas que respuestas. ¿Cómo puede aportar la educación a la salida negociada del conflicto y al logro de una paz estable y duradera para Colombia?

Las personas pasan en un aula de clases la mayor parte de su infancia y adolescencia y, en países desarrollados, hasta su temprana adultez. Es por esto, que todo lo que acontece en las escuelas juega un papel definitivo en la aculturación de las futuras generaciones. La tarea de construir un país en paz pasa por la revisión de diversas formas de violencia cultural, entendida, siguiendo a Galtung (1990), como todas esas formas de relacionarnos que han ayudado a mantener vivo el conflicto. En este sentido, cualquier esfuerzo de construcción de paz debe incluir al sector educativo como palanca para las transformaciones culturales que necesita el país de cara a la firma de los acuerdos de paz. Acá algunas ideas que nacen del trabajo cercano con muchos centros educativos en Colombia.

Un primer aporte del sector educativo, definitivo e inmediato, se relaciona con ayudarnos a creer que una salida negociada al conflicto es la mejor vía para construir un país en paz. A pesar de que muchas personas ven en la salida negociada la mejor opción, en el país existen amplios sentimientos de desconfianza frente a ambos negociadores, las FARC y el Gobierno. Esto se debe, en parte, a una larga historia de incumplimiento de acuerdos de ambos actores, pero también a un gran desconocimiento sobre el proceso de paz y sobre lo que se está negociando; confusiones que han sido reforzadas por aquellos sectores de la sociedad que se oponen al proceso. Adicionalmente, para muchos colombianos éste es un proceso hecho por el Gobierno, y en esa medida debe ser sacado adelante por él mismo. Esto se traduce en un bajo empoderamiento local y ciudadano frente a las muchas oportunidades que ofrece.

Los niños y jóvenes reciben este escepticismo y lo procesan en forma de desconfianza hacia el Estado y la política, y sobre todo, hacia el diálogo como vía para resolver los conflictos. No se trata de hacer proselitismo político en el aula, pero sí de hacer del aula un ágora de conversación sobre la actualidad nacional, en donde los avances en la negociación se pongan en debate, se reflexione sobre las implicaciones de los acuerdos para el país y sobre los cambios que puede significar la firma para sus propias vidas. Pero el aporte debe ir más allá. Las instituciones educativas tienen en sus manos un gran ejemplo de resolución pacífica de conflictos, que hace parecer sencilla cualquier discusión cotidiana. ¿Si es posible frenar un conflicto que ha cobrado miles de vidas sentándose a dialogar, por qué no hacerlo en la casa o en el recreo frente conflictos menores? Por el contrario, si optamos como sociedad por la vía armada, debemos reflexionar sobre el ejemplo que estamos dando a las futuras generaciones.

No se trata de hacer proselitismo político en el aula, pero sí de hacer del aula un ágora de conversación sobre la actualidad nacional

Las negociaciones de paz también han desafiado a los colombianos en su posibilidad de soñar y tener esperanza. Tantos años de conflicto y tantos intentos fallidos de paz han dejado una huella muy profunda en la capacidad de imaginar un país distinto. Esa capacidad tan fundamental para el cambio de las sociedades y para el logro de metas en la vida. Poder generar esperanzas positivas en los jóvenes frente al futuro del país, y permitirles soñar con que ellos pueden hacer cambios importantes en su entorno, desde sus pasiones y capacidades, es uno de los aportes más importantes que puede hacer el sistema educativo. Este aporte implica a su vez acompañar a niños, niñas, jóvenes y futuros profesionales a crear proyectos de vida en el marco de la legalidad y la paz, que aporten a la construcción del país renovado que soñamos.

La educación debe ampliar las oportunidades de todos los colombianos, dando herramientas personales y profesionales que viabilicen los sueños, no solo individuales sino colectivos. Esto no puede lograrse solo con el esfuerzo del sector educativo, pues implica crear oportunidades reales, laborales y educativas, para todos los jóvenes del país.

Los países que han logrado salir airosos de conflictos bélicos tan complejos como el nuestro, han incorporado a sus sistemas educativos la revisión crítica de su historia. “Comprender la historia para no repetirla” implica reconocer qué nos mantuvo unidos como país y qué nos llevó a los peores niveles de barbarie. La educación puede ayudar a generar una reflexión crítica del papel que todos hemos jugado en esa historia.

No se trata de que los estudiantes se aprendan las fechas y nombres de miles de masacres, sino de analizar con ellos las posibles causas y roles de diversos actores en el conflicto. También es importante revisar con ellos los casos de resistencia a la violencia y de construcción de paz de tantas personas y pueblos que nos muestran todo lo que somos capaces de hacer como colombianos. Se trata de usar la enseñanza de la historia como plataforma para analizar el rol que pueden jugar los niños, niñas y jóvenes en la construcción de una vida cotidiana en paz y, en última instancia, de un nuevo capítulo en la historia de Colombia.

Programas internacionales como el de Enfrentando a la historia y a nosotros mismos[1], deja importantes lecciones que pueden ayudar al sistema colombiano a reflexionar sobre mejores maneras de enseñar nuestro pasado, nuestro presente y nuestros futuros posibles.

El punto anterior se relaciona estrechamente con uno de los aportes, a mi juicio, más importantes que puede hacer el sistema educativo: la creación de una cultura del perdón y la reconciliación en las nuevas generaciones. El conflicto ha dejado a todos los colombianos heridos emocionalmente, hayan sido o no víctimas directas. Perdonar lo que ha pasado pasa por construir una nueva comprensión de los hechos que nos permita superar los impactos negativos que estos han tenido en nuestra vida. Se trata de ayudar a cicatrizar las heridas emocionales que ha dejado el conflicto, en nuestras formas de ver a los otros, de crear relaciones, de escuchar al diferente, de confiar en el otro y en las instituciones democráticas.

Para Danesh (2008), las instituciones educativas pueden convertirse en espacios de sanación, cuando se vuelven espacios donde las personas hablan abiertamente sobre cómo los ha marcado el conflicto, pues en este proceso empiezan a descubrir que los propios dolores son compartidos, que la línea divisoria entre víctimas y victimarios no es tan clara, y que los más llamados al perdón y a la reconciliación somos los adultos, para no pasar nuestros miedos, odios y resentimientos a las nuevas generaciones.

Crear una cultura del perdón y la reconciliación en la escuela implica enseñar a niños, niñas y jóvenes a comprender sus emociones y manejarlas, ser empáticos y asertivos, y aprender a perdonar, pedir perdón y reparar.

En últimas, los centros educativos deben comprometerse con la formación de ciudadanos para la paz. Esto implica empezar a transformar los imaginarios que justifican la violencia, generar ambientes donde la solución pacífica de los conflictos sea la norma, y donde la diferencia coexista armónicamente. Martín Baró (1990), mártir de la guerra salvadoreña, decía que “la militarización de la vida social va generando una progresiva militarización de la mente”. En Colombia esto se evidencia en los aspectos más sutiles de nuestra cotidianidad. En la forma de solucionar los conflictos en la familia, en la pareja, en los contextos laborales, comunitarios y, claro, educativos. Se revela en nuestro lenguaje y en la forma de concebir como enemigos a los que piensan diferente.

Es por esto que un gran reto para la escuela colombiana de hoy es desafiar esta cultura, y enseñar que podemos convivir de forma pacífica a pesar de las diferencias. La educación debe servir para que los estudiantes aprendan rutas alternas a la violencia para dirimir los conflictos.

Se aprende lo que se vive y se hace, no tanto lo que se escucha o memoriza

También, la escuela debe permitir vivir en carne propia las ventajas de la democracia como vía para la construcción de acuerdos y condiciones de justicia para todos. Para ello, las instituciones educativas deben modelar con su ejemplo. Se aprende lo que se vive y se hace, no tanto lo que se escucha o memoriza. Por ello, lo más importante es aprender, en la acción, cómo se participa. Crear una cultura de paz es hacer una apuesta política por la no violencia y la justicia, viendo en el diálogo y en la participación una vía para lograr mejores condiciones de vida para toda la comunidad.

El conflicto ha propagado prácticas de abuso contra diversos grupos poblacionales. La escuela puede jugar un papel decisivo en la desestructuración de los roles de género tradicionales, que la guerra ha reforzado. El conflicto ha dejado marcas profundas en la identidad de la nación, en aspectos como la relación de los colombianos con su historia, la de sus familias, municipios y regiones de origen. Se necesita formar a nuevas generaciones de colombianos que se sientan orgullosos de haber nacido acá. Esto pasa por reconocer los recursos y las experiencias de paz que nos han permitido mantenernos como país, pero también por hablar directamente de lo que se ha vivido, y en muchos casos no se ha querido ver; y por crear estrategias para la no repetición desde una educación emocional explícita.

Por último, la construcción de un país en paz implica, también, hacer de los espacios educativos entornos protectores para niños, niñas y jóvenes frente a futuras violencias, potenciales mercados ilegales y carreras de delincuencia. En los periodos posteriores a un conflicto las sociedades pasan por un tiempo de transición que puede traer igual o peores hechos de violencia, pues se crean grupos armados que aprovechan los vacíos de poder dejados por otros, hay grupos que al perder privilegios buscan vías de hecho para recuperarlos y existen otros que, llevados por sentimientos de impunidad o venganza, buscan hacer justicia por su propia mano. La escuela debe servir como un espacio de protección de futuros reclutamientos, haciendo de ella un remanso de paz y un espacio atractivo para familias, niños y jóvenes.

En conclusión, la educación debe ser una variable clave a considerar para el logro de los acuerdos y para la construcción de un país en paz. Los grandes cambios estructurales que se están acordando en La Habana se quedarán sin piso rápidamente, si no se emprende desde ya un gran proceso de transformación cultural. Las comunidades educativas deben y pueden jugar un papel protagónico en esto, en pro de la nueva Colombia que todos soñamos.

Bibliografía

Baró, M. (1990). Psicología social de la guerra. San Salvador: UCA Editores.

Danesh, H. B. (2008). Creating a Culture of Healing in Mutiethnic Communities: An Integrative Approach to Prevention and Amelioration of Violence - Induced Conditions. Journal of Community Psychology, Vol. 36 (6), 814-832.

Galtung, J. (1990). Cultural Violence. Journal of Peace Research,Vol. 27, No. 3, 291-305.

[1] Ver www.facinghistory.org

 

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