FIP Opina / 13 de abril de 2021 / Tiempo de lectura: 9 min.

Que no nos distraigan: prevenir el reclutamiento forzado es una deuda pendiente

Pese a algunos esfuerzos tímidos e infructuosos, el Estado colombiano sigue estando en deuda con cientos de niños y adolescentes reclutados en todo el territorio nacional. También con sus familias y las comunidades donde viven.

Esta columna se publicó el 14 de abril de 2021 en lasillavacia.com Leer columna original

La muerte de Danna Lizeth Montilla, la adolescente de 16 años que falleció en el bombardeo del Ejército en Guaviare a principios de marzo, sigue dejando varias reflexiones sobre los retos que tiene el Estado colombiano para proteger y garantizar los derechos de los niños, niñas y adolescentes en los territorios más dispersos del país.

No está en entredicho la labor de las Fuerzas Militares de combatir a los grupos armados ilegales, pero sí preocupa que el Estado diga que no tiene responsabilidad sobre esta población una vez ha sido reclutada y vinculada por estructuras ilegales.

Que no nos distraigan estas afirmaciones. El reclutamiento y la utilización de niños, niñas y adolescentes en el país es un delito persistente al que no se le ha dado la prioridad que merece en las políticas nacionales y locales que buscan garantizar los derechos de los más vulnerables. El Estado colombiano sigue estando en deuda con cientos de niños reclutados y utilizados, así como con sus familias y con las comunidades que viven atemorizadas porque no pueden denunciar y acceder de manera eficiente a las rutas de prevención.

Desde 2010 existen registros de acciones militares contra grupos armados ilegales en las que perdieron la vida niños y adolescentes. Se nos olvida que uno de los más recientes —antes de la muerte de Danna— ocurrió en agosto de 2019, en San Vicente del Caguán, donde murieron ocho menores de edad. Como ahora, también se generó toda una discusión sobre el Derecho Internacional Humanitario (DIH) que desembocó en la renuncia de Guillermo Botero, el entonces ministro de Defensa.

Estas acciones repetidas demuestran que las condiciones de seguridad y la presencia del Estado en esas zonas sigue siendo frágil. Los niños llegan a escenarios de confrontación armada porque las organizaciones criminales los reclutan y utilizan tomando ventaja de su edad, de su contexto, de las difíciles condiciones en las que habitan y de un Estado débil que no los prioriza efectivamente en sus planes y programas. Son niños que pierden la oportunidad de ir a estudiar, de recrearse, de pasar tiempo con sus familias y, sobre todo, de ser niños, pues desde muy temprano portan armas y ejercen roles para sobrevivir en el grupo. Son campaneros, guías, guardias de seguridad e informantes, y cuando son niñas, pueden ser víctimas de violencias sexuales y basadas en género.

La persistencia de este fenómeno es desoladora, pues los niños siguen muriendo por culpa de sus reclutadores, pero también porque el Estado debería proteger y salvaguardar sus derechos. No debería ser necesario recordar que los niños son sujetos de especial protección y que Colombia ha ratificado la Convención de los Derechos del Niño y sus protocolos facultativos, y promulgado normativas como la Ley de Infancia y Adolescencia (Ley 1098 de 2006) donde está estipulado este principio de prevalencia.

Sabemos que los esfuerzos durante las últimas décadas son muchos, pero, ¿han sido suficientes? Todas las entidades con responsabilidad en el tema deben proteger los derechos de esta población y restituirlos si han sido vulnerados. Porque, querámoslo o no, los niños que han sido reclutados siguen siendo víctimas del conflicto armado y el Estado tiene una responsabilidad con ellos.

La expectativa del Acuerdo de Paz y la tragedia de la pandemia

Con la firma del Acuerdo de Paz y el desarme parcial de las FARC se creía que el reclutamiento y la utilización de niños, niñas y adolescentes disminuiría, pero la realidad es otra. Todos los grupos armados ilegales —sin excepción— siguen reclutando y ampliando sus oportunidades para vincular a esta población en sus filas. Se suman los efectos causados por la pandemia, como el cierre temporal de las escuelas, que incrementan la vulnerabilidad de los niños en las zonas más críticas.

Hace poco, Henrietta Fore, directora de Unicef, aseguró que en los últimos 12 meses de pandemia se ha retrocedido en casi todos los indicadores importantes relativos a la infancia en el mundo: "Se ha registrado un aumento de los niños que pasan hambre, están aislados, son víctimas de abuso o sufren ansiedad. La educación de cientos de millones de niños se ha interrumpido. El acceso a los servicios de protección y de salud se ha visto gravemente restringido (…) y está llevando a las familias a la pobreza". Colombia no es la excepción. El covid está afectando los derechos de la niñez y visibilizando aún más las desigualdades que dejan a algunos en mayor riesgo que a otros.

Según la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia (Coalico), en 2020 se registraron 298 eventos de conflicto armado, de los que 197 tuvieron implicaciones directas contra niños, niñas y adolescentes. De estos, 45 hechos fueron de desplazamiento forzado y refugio, en los que resultaron víctimas 5.742 niños y adolescentes (2.242 más que en 2019). De esos 197 eventos, 79 fueron de vinculación por reclutamiento y utilización, en los que se vieron afectados por lo menos 222 niños. En comparación con el mismo periodo de 2019, se evidencia un aumento de ocho eventos y al menos 22 víctimas más por este delito.

Esta realidad evidencia que el contexto en el que vive esta población en los territorios más alejados del país sigue siendo complejo, no solo por las amplias brechas sociales y económicas sino por el deterioro de las condiciones de seguridad que se traducen en mayores desafíos institucionales para prevenir este delito. No en vano, de los 170 municipios PDET, 103 presentan un alto riesgo de reclutamiento, utilización y violencia contra la niñez por parte de grupos armados. Esto supone que en estos territoritos existen condiciones especiales que se mantienen aun después de la firma del Acuerdo de Paz y que se deben superar.

Lo evidencia bien la alerta temprana de la Defensoría del Pueblo, en diciembre 2020, sobre el municipio de Miraflores (Guaviare), que habla del riesgo al que está expuesta la población, tanto por las acciones violentas de facciones disidentes del frente primero de la antiguas FARC, como por la vulnerabilidad de las familias campesinas e indígenas bajo el contexto de la emergencia sanitaria, la precaria oferta institucional y la pobreza.

Este panorama —que no es muy distinto al que padecen otras zonas del país— visibiliza las condiciones de vulnerabilidad de los niños y sus familias que terminan en medio del conflicto armado y la violencia organizada, tratando de sobrevivir. La Defensoría del Pueblo emitió 54 Alertas Tempranas durante 2020, y por lo menos 23 alertaban sobre el riesgo de reclutamiento en 20 departamentos del territorio nacional.

Una política pública disminuida

Si algo tenemos claro es que seguiremos sin saber cuántos niños hacen o han hecho parte de los grupos armados ilegales. Lo que pasó en Guaviare con Danna es un reflejo de la realidad del país que aún deja que sus niños queden atrapados en los teatros de confrontación armada. Es la evidencia de que el Estado todavía no ha sido capaz de dar una respuesta integral y priorizar esta problemática de manera efectiva.

Hace 10 años, con el Conpes 3673, el panorama para esta población se tornó esperanzador. Era la primera vez que en el país se promulgaba una política pública para prevenir de manera articulada el reclutamiento y la utilización de los niños, niñas y adolescentes por parte de grupos armados ilegales. Sin embargo, hoy los esfuerzos siguen siendo insuficientes.

El panorama parece no haber cambiado: subregistros en los sistemas de información, denuncias escasas por miedo, amenazas y poca confianza en las entidades judiciales, desconocimiento de las rutas de prevención, desarticulación de las entidades competentes del nivel local y nacional, y poca capacidad operativa y de gestión de la Comisión Intersectorial para la Prevención del Reclutamiento y Utilización de Niños, Niñas y Adolescentes.

En julio de 2020, la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos lanzó la estrategia "Súmate por mí, entornos de protección para la niñez y adolescencia para la prevención del reclutamiento, uso, utilización y violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes", con el respaldo del despacho de la primera dama de la nación, 22 entidades del Estado, Unicef, OIM y USAID.

Hasta el momento, se sabe poco de los resultados y/o avances de esta estrategia. La respuesta del Ministerio de Defensa en un reciente debate de control político sobre seguridad que citó el Senado, muestra un sin número de acciones y beneficiarios en los municipios PDET. Sin embargo, los indicadores de gestión no necesariamente expresan los cambios y el impacto.

Es la voluntad de quienes toman las decisiones e impulsan acciones que puede llevar a un cambio progresivo en la materia. Pareciera que trabajar en temas de prevención no es tan atractivo para quienes quieren indicadores mediáticos. Es urgente que el Estado legitime su presencia en las zonas más vulnerables, de lo contrario, los grupos armados seguirán victimizando a las poblaciones. También, fortalecer el potencial de las acciones institucionales que buscan disminuir este delito e impulsar las rutas en prevención temprana y en protección para que queden incluidas en los planes de acción de cada entidad. Tampoco se puede perder de vista la valiosa capacidad social y comunitaria que ya existe en estos territorios para fortalecer las redes y entornos de protección.

Save the Children y la Fundación Ideas para la Paz (FIP) acaban de presentar un informe que habla de las afectaciones y riesgos que corren los niños, niñas y adolescentes en cuatro regiones en las que persisten el conflicto armado y la violencia organizada: Arauca, Norte de Santander, Pacífico nariñense y Valle del Cauca. El estudio reitera sobre la persistencia y recrudecimiento del reclutamiento forzado, la utilización y la violencia sexual y de género contra esta población por parte de los grupos armados. La agudización de la violencia y la pandemia en estas zonas impone retos mayores a la garantía y protección de sus derechos. Un testimonio que recoge el informe da cuenta de la gravedad de este flagelo: "En los colegios los reclutadores están esperando a los niños. Van con sus útiles y su maleta, la dejan en el baño y luego del colegio se van".

 

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