FIP Opina / 5 de agosto de 2019 / Tiempo de lectura: 6 min.

La implementación del Acuerdo de Paz a marchas forzadas

La construcción de la paz requiere de legalidad, pero también de legitimidad. El presidente Duque debe insistir en el pacto nacional que permita hacer los ajustes necesarios a través de la suma de voluntades.

Esta columna se publicó el 4 de agosto de 2019 en elespectador.com Leer columna original
Foto: Presidencia
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  • María Victoria Llorente
    María Victoria Llorente Directora Ejecutiva

En el primer año del presidente Duque la implementación del Acuerdo de Paz ha continuado avanzando a marchas forzadas, con una nueva intención. Si bien el debate se ha centrado en si el actual gobierno cumple o no con lo pactado, esta discusión oculta una cuestión de fondo: el choque de visiones sobre qué significa la construcción de la paz en Colombia y cómo debe alcanzarse.

El Acuerdo de Paz plantea una agenda de transformación compleja y ambiciosa, con un total de 578 compromisos, buena parte de los cuales apuntan a asuntos básicos que el Estado debe resolver. Pero más que un listado de tareas, lo pactado en La Habana señala una ruta para terminar el conflicto con las FARC y avanzar en el desarrollo de los territorios históricamente afectados por la guerra. La denominada paz territorial aspiraba a cerrar las brechas entre lo urbano y lo rural, a través de un proceso de planeación participativa dirigido a concertar planes para transformar los territorios.

El presidente Duque, electo con el apoyo de los sectores que se opusieron al Acuerdo y con una agenda que abiertamente busca su modificación, si bien no hace trizas lo pactado, sí le da una nueva interpretación. La Paz con Legalidad que propuso toma como eje central el imperio de la ley, asumiendo que la legitimidad del Estado no se construye, sino que está dada, y que la relación con las comunidades se tramita a través de las respuestas a sus necesidades. Bajo esta perspectiva, la implementación del Acuerdo se convierte más en una tarea de administración y gestión, que en un proceso activo de participación y concertación.

Al choque de estas dos visiones se suma la polarización. Lejos de un consenso nacional, los asuntos de la paz se han convertido en la arena para los enfrentamientos políticos y los desacuerdos. Los intentos por cambiar un Acuerdo que, según el presidente Duque y su partido, promueven la impunidad, han chocado con las mayorías en el Congreso que respaldan lo pactado y con los llamados de la comunidad internacional a cumplir los compromisos.

En este ambiente caldeado, la capacidad de pactar políticas de interés nacional se ha visto deteriorada por el sabotaje mutuo. El gobierno se encuentra atrapado entre las visiones más extremas de su partido y las posturas radicales de quienes defienden el Acuerdo, cerrando cualquier posibilidad de concertación. El abandono del proceso de reincorporación de algunos excomandantes de las Farc y su regreso a la clandestinidad ha contribuido a ampliar la distancia entre esas visiones.

Mientras tanto, en los territorios han pasado de la expectativa que generó el Acuerdo de Paz a la incertidumbre sobre su implementación. En el primer año de gobierno, con un ojo puesto en el espejo retrovisor y el otro en el freno de mano, buena parte de los esfuerzos se dirigieron a revisar lo hecho durante la administración Santos. Y mientras el Ejecutivo retomó la implementación, los rezagos se ampliaron y las dudas crecieron.

Los actores locales y las comunidades de los municipios y veredas visitados por la Fundación Ideas para la Paz, concuerdan en que el Acuerdo de Paz generó una ventana de oportunidad para transformar sus territorios. Sin embargo, los retrasos en la implementación y el deterioro de la seguridad han comenzado a minar esta percepción. Y esto no solo tiene que ver con si el Estado está cumpliendo o no con lo pactado, sino con la manera como perciben su relación con el gobierno nacional. Ellos esperan ser protagonistas del cambio.

La imagen positiva de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), contrasta con la insatisfacción de las familias con el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) y la preocupación por el regreso de la aspersión aérea. En cuanto a la reincorporación se ha avanzado, en especial con la entrega de los beneficios económicos que se pactaron en el Acuerdo Final. Sin embargo, tan solo 1.242 excombatientes (9.4%) han podido acceder a un proyecto productivo. (Recomendamos leer:¿Cómo están las condiciones de seguridad de los excombatientes de las FARC?)

Respecto a las condiciones de seguridad, persiste la gran preocupación por el asesinato de líderes comunitarios, defensores de derechos humanos y excombatientes de las Farc. La confrontación armada sigue activa en distintas zonas del país, ahora protagonizada por otros actores que siguen produciendo impactos humanitarios considerables. Sin embargo, luego de que, en 2018, los principales indicadores de seguridad tuvieron un deterioro –incluyendo el homicidio–, en el primer semestre de 2019 la situación se estabilizó y en algunas regiones hay signos de mejora.

En cuanto al sector empresarial, el Acuerdo Final estableció su participación en al menos tres espacios: los de concertación y diálogo sobre vocación, uso y tenencia de tierras; en el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición; y en los esfuerzos para reactivar el desarrollo económico de calidad en las zonas más golpeadas por la violencia. Esto último es fundamental en la reincorporación económica de los excombatientes y en los programas de sustitución de cultivos de uso ilícito.

Durante el primer año de Duque, la participación del sector empresarial se materializó principalmente mediante dos figuras de incentivos tributarios: Zomac y Obras por Impuestos. A la fecha, un número importante de empresas han participado en proyectos viales, de infraestructura y apoyo en servicios públicos. También han contribuido a crear nuevas empresas en las zonas más afectadas por el conflicto. Sin embargo, el impacto es limitado y disperso. Esto se debe, en parte, a que aún no es clara la estrategia integral sobre el rol de las empresas en la política de paz, más allá de su financiación.

En un balance general, la implementación en el primer año de Duque deja un sabor agridulce. Queda la sensación de que se está desaprovechando la oportunidad de tender puentes entre dos visiones –la paz territorial y la paz con legalidad– que a primera vista parecen contrarias, pero tienen puntos de encuentro.

La construcción de la paz requiere de legalidad, pero también de legitimidad; es un proceso colectivo de cambio que toma tiempo. Por eso, el presidente Duque debe retomar e insistir en la idea de un pacto nacional, que permita hacer los ajustes necesarios a través de la suma de voluntades. Esta debería ser su versión –y legado– de la implementación del Acuerdo.

 

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