FIP Opina / 29 de enero de 2019 / Tiempo de lectura: 14 min.

Tailandia fue declarada libre de cultivos ilícitos ¿Qué puede aprender Colombia?

No se trata de replicar el “modelo tailandés”, así tal cual, sino de mirar los asuntos que no hemos podido resolver, nuestros temas pendientes.

Esta columna se publicó el 29 de enero de 2019 en lasillavacia.com Leer columna original

A mediados de la década de los sesenta, los cultivos de amapola en Tailandia, destinados a la producción de heroína, superaban las 18.000 ha. Para mediados de los ochentas, este número había caído a la mitad y en 2002, las Naciones Unidas declaró a este país “libre de cultivos”. Aunque en 2007 continuaba registrando 231 hectáreas, la magnitud del fenómeno pasó a ser algo marginal. ¿Cómo hizo Tailandia para llegar a este punto? ¿Qué puede aprender Colombia de esta experiencia?

Para responder a estas preguntas es importante aclarar que estamos hablando de contextos bien distintos. Ni nuestro problema principal es la amapola, ni somos un reino, ni las milicias en este país asiático llegaron a ser la amenaza que han sido los grupos armados ilegales en Colombia. Además, la dimensión de la economía ilegal del opio nunca fue comparable con lo que ha sido la coca. Las diferencias son obvias.

Cultivos de amapola en Tailandia. Fuente: UNODC
Cultivos de amapola en Tailandia. Fuente: UNODC

No obstante, teniendo en cuenta que Tailandia es el único país que ha logrado disminuir de manera notable los cultivos ilícitos usando como estrategia predominante el desarrollo alternativo, su experiencia da pistas y arroja luces. No se trata de replicar el “modelo tailandés”, así tal cual, sino de mirar los asuntos que no hemos podido resolver, nuestros temas pendientes.

1. La solución a los cultivos ilícitos requiere de tiempo. No es un problema que se resuelva con afán

En Tailandia, los esfuerzos para integrar a las comunidades de las tierras altas dependientes de esta economía ilegal comenzaron en 1969 y se han prolongado hasta ahora. Durante más de 30 años, la intervención del Estado ha pasado por distintas etapas, siendo parte de los planes de desarrollo locales, regionales y nacionales. Si bien en este esfuerzo sostenido ha contribuido el involucramiento de la monarquía, también ha sido importante la participación de los gobiernos locales, las comunidades, distintas organizaciones y el sector privado. Es la confluencia de actores e intereses lo que le ha dado vida a este proyecto.

En Colombia, el cambio más notable se dio de 2000 a 2014, periodo en el cual los cultivos de coca cayeron de 147.000 ha. de coca a 48.000. Luego de estos 14 años vendría de nuevo un ascenso vertiginoso. La baja sostenida de los cultivos comprometió a dos gobiernos consecutivos (Álvaro Uribe, 2002-2010 y Juan Manuel Santos, 2010-2014), pero no fue el resultado de una política de Estado, sino de las voluntades de cada administración. En esto también tuvo que ver la bonanza del oro y las variaciones en la demanda externa. Por tanto, no podemos afirmar que Colombia haya tenido una política de drogas integral, tampoco que haya logrado transformar las condiciones de los territorios con cultivos ilícitos.

Presionados por los señalamientos y las alertas, los gobiernos de turno han optado por metas inmediatas que responden a una situación valorada como urgente. Por ejemplo, en su último año de gobierno, el presidente Santos definió como objetivo la erradicación de 100.000 ha., lo que equivalía a un descenso del 68% en doce meses. Lo que los tailandeses alcanzaron en más de una década. De nuevo, el gobierno de Duque asumió esta meta para el año 2019. El problema con estos anuncios es que terminan privilegiando las respuestas de corto plazo, sin tener una perspectiva de largo aliento.

Recientemente, en rueda de prensa, el presidente Iván Duque y el secretario de Estado de los Estados Unidos, Mike Pompeo, reafirmaron la meta acordada por los dos países: 50% de reducción de los cultivos de coca para el 2023. Esto equivaldría a 105.000 ha, es decir 21.000 ha anuales. Esta meta debería ser aprovechada por la actual administración, para no correr con respuestas transitorias y temporales, sino apostar por soluciones que logren un cambio que se mantenga en el tiempo. La mirada debe estar puesta en la historia, y no en la histeria colectiva.

2. Secuencia y transición: primero generar medios alternativos, luego avanzar en la erradicación de los cultivos ilícitos

En Tailandia, las operaciones de erradicación de cultivos ilícitos fueron temporalmente suspendidas en el marco de la estrategia contrainsurgente y mientras que los programas de desarrollo alternativo comenzaban a dar frutos. En este periodo las familias redujeron gradualmente la producción de adormidera, a medida que se desarrollaban otras fuentes de ingresos. La imposición de la ley ocurrió de manera consecutiva a la generación de medios alternativos.

Por el contrario, en Colombia, la erradicación de los cultivos ilícitos ha sido la condición para el inicio del desarrollo alternativo. La gradualidad ha sido rechazada bajo el argumento de que crea incentivos perversos y no da un mensaje claro sobre el carácter ilegal de esta actividad. La severidad ha nublado la discusión sobre la legitimidad. Para que las familias puedan acceder a la oferta institucional deben comenzar arrancando las plantas de coca, su sustento.

El problema es que en contextos de confrontación armada y de alta influencia de las organizaciones criminales, las medidas dirigidas a afectar las economías ilícitas, sin la generación de medidos alternativos, pueden resultar contraproducentes. A menudo, los grupos al margen de la ley usan esta situación para ganar el apoyo de las comunidades, mientras que la política antinarcóticos profundiza la desconfianza hacia el Estado por parte de las poblaciones.

El camino por el que se ha optado en Colombia es la entrega de subsidios –o ayudas temporales–, mientras que se generan las condiciones para el tránsito a la legalidad. La cuestión es que en la mayoría de los casos los apoyos iniciales se entregan, pero los bienes públicos y la asistencia técnica no llegan, con lo cual se crea el contexto para la resiembra o el desplazamiento de las poblaciones a otras zonas. Las hojas de ruta se quedan en un conjunto de buenas intenciones. Bajo estas condiciones, habría que preguntarse si la secuencia es la adecuada o si es necesario abrir la discusión sobre la gradualidad.

3. La meta: mejorar la calidad de vida de las comunidades que dependen de los cultivos ilícitos

Esta fue una decisión que tomó Tailandia desde el inicio: privilegiar el bienestar de las comunidades. Si bien la preocupación por la expansión de los cultivos de amapola estaba sobre la mesa, se entendió que, sin el cambio en las condiciones de las poblaciones dependientes de esta economía ilegal, los esfuerzos que hiciera el país en erradicación serían en vano. Además de fijar las metas en términos de reducción de cultivos, el Estado se propuso mejorar los indicadores económicos y sociales.

Lo primero fue la provisión de servicios de salud y educación para hacer frente a la pobreza extrema. Los siguientes 15 años se dedicaron a la generación de fuentes de ingresos que podrían servir como alternativa al opio, en el marco de una política de desarrollo integral, que también llevó infraestructura y creó cadenas de valor. La etapa más reciente se dirigió al desarrollo de capacidades para el auto-sostenimiento del proyecto y su gestión por parte de los líderes locales –la apropiación por parte de las comunidades–.

En Colombia, la meta de reducción de cultivos ilícitos y el mejoramiento de la calidad de vida de las poblaciones no han ido por el mismo carril. Una prueba de ello es que la disminución de las hectáreas de coca es el principal indicador de lo que hace el Estado en las zonas afectadas por esta economía ilegal. Así lo muestran los Planes Nacionales de Desarrollo de los últimos gobiernos. Y aunque en el papel se toman en cuenta las variables estructurales, en la práctica la gestión del Estado y la distribución de los recursos terminan gravitando alrededor de la agenda antinarcóticos.

La política de drogas del Gobierno de Iván Duque “Ruta Futuro”, que tiene a la transformación del territorio como eje central, podría ser una nueva oportunidad para articular la seguridad con las políticas de desarrollo. Pero para que esto suceda, las metas, capacidades y presupuestos deben girar alrededor del mejoramiento de la calidad de vida de las comunidades que dependen de los cultivos ilícitos, asumiendo a la seguridad como un objetivo, pero no como la única meta. La reducción de la pobreza debería ser la vara con la que se mide el avance del Estado en las regiones afectadas por la economía ilegal, no solo la reducción de los cultivos de coca.

4. La generación de medios de vida alternativos debe conectarse con la protección del medio ambiente

Chiang Rai, frontera de Tailandia con Myanmar 1989 (derecha) y 2016 (izquierda)/ Fuente: Mae Fah Luang Foundation
Chiang Rai, frontera de Tailandia con Myanmar 1989 (derecha) y 2016 (izquierda)/ Fuente: Mae Fah Luang Foundation

La foto de la derecha fue tomada en la provincia de Chiang Rai, en la frontera de Tailandia con Myanmar en 1989. La expansión de las plantaciones de amapola y su cultivo año tras año, tuvo efectos notables en el medio ambiente, impactando la fertilidad del suelo y disminuyendo el área del bosque. En ese momento los cultivos ocupaban el 54% de esta zona, mientras que la extensión del bosque se había reducido al 28%.

Desde sus inicios, la intervención del Estado en esta provincia integró la reducción de los cultivos ilícitos y la generación de medios alternativos con la recuperación y protección del medio ambiente. Planes que datan de 1964 hacen referencia a “evitar la destrucción de los bosque y cuencas”. Con este objetivo, se desarrollaron distintos proyectos que involucraron múltiples agencias del gobierno, trabajando de la mano de las comunidades. La estrategia se dirigió no solo a generar incentivos para disminuir los cultivos de opio, sino también para conservar el medio ambiente. Para esto, se desarrollaron proyectos de reforestación, se asignaron derechos de uso temporal y se ordenó el territorio.

Un elemento clave fue el establecimiento de una meta específica, definiendo el área que debía dedicarse a la preservación medioambiental y aquella en donde se debían establecer las actividades productivas. Para 2016 (foto de la izquierda), la relación había cambiado radicalmente: el 77% lo ocupaba el bosque y el área cultivada ocupaba el 8%. Eso que se ha llamado la transformación territorial, no es algo sobre lo cual haya que escarbar, es más que evidente.

En Colombia, el 58% de los cultivos de coca identificados por UNODC en 2016 se encontraban por fuera de la frontera agrícola, el límite trazado por el Estado que separa las áreas para actividades agropecuarias, de aquellas para la conservación o protección de la biodiversidad. Además, de las 59 áreas protegidas que pertenecen al Sistema de Parques Nacionales Naturales, 16 cuentan con alguna afectación. Bajo estas condiciones, la sustitución de cultivos y los proyectos de desarrollo en las zonas afectadas por la economía legal deben ser pensadas en clave de medio ambiente.

Es necesario dejar el sesgo agropecuario al momento de definir los proyectos y considerar otras alternativas dirigidas a la sostenibilidad medioambiental. Es evidente que en Colombia la vocación y el uso del suelo hasta ahora han ido en dirección contraria. Uno de los riesgos latentes es que el tránsito a la economía legal de las familias dedicadas a cultivar coca se haga vía expansión de la ganadería. No deja de ser preocupante que hoy más del 70% de las líneas productivas identificadas por el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de uso ilícito (PNIS) están vinculadas a actividad.

Dentro de las alternativas que están sobre la mesa se encuentra la reubicación de las familias. En Tailandia esta opción se probó sin resultados positivos. La mayoría de las personas se rehusaron a hacerlo y quienes se movieron a otros territorios, al cabo del tiempo terminaron retornando. Por esto cobran relevancia los pilotos de forestería comunitaria que viene desarrollando el Ministerio del Medio Ambiente, donde hay explotación de los bosques sin necesidad de adjudicar la propiedad. Debemos pensar en alternativas que permitan vincular a las poblaciones a la sostenibilidad ambiental, haciéndolas parte de la solución.

5. Cadenas de valor y diversificación de los mercados, claves para la equidad

Una de las características del desarrollo alternativo en Tailandia es el énfasis en la generación de cadenas de valor y la conexión con los mercados. El esfuerzo ha estado dirigido no sólo a la producción de commodities –como el café y la macadamia– sino a la identificación de ventajas comparativas.

En el caso del café, las comunidades han recibido apoyo para construir y desarrollar una marca reconocible. Además, de generar capacidades para tostar y moler café, se establecieron 17 locales para la venta al por menor en Bangkok y en el norte del país, reconociendo que los márgenes de ganancia en la venta de una taza de café son mucho más altos que las ventas de lo producido. También se desarrolló una línea para la producción de café de alta calidad para la exportación, especialmente hacia Japón.

En Colombia se pueden encontrar iniciativas que han avanzado por el mismo camino. Las historias escritas por el periodista Andrés Bermúdez en el Proyecto Coca, así lo atestiguan. Sin embargo, el papel de los intermediarios y la falta de integración a los mercados continúan siendo uno de los principales problemas para los proyectos de desarrollo alternativo. La asistencia técnica frecuentemente se limita a dar un impulso inicial a la producción, sin tener claro el paso siguiente.

La política de estabilización “Paz con Legalidad” del gobierno de Iván Duque, plantea algunas estrategias para enfrentar estos desafíos, como la creación de una marca o sello distintivo para identificar los productos que provengan de zonas afectadas por los cultivos ilícitos, el aprovechamiento de los tratados internacionales y una estrategia de compras públicas de los productos de las zonas de sustitución. El reto es que los esfuerzos por reactivar la aspersión no terminen nublando –por no decir asperjando– las múltiples oportunidades que pueden abrirse para el desarrollo rural.

En cuanto a la diversificación, en Tailandia la creación de medios de vida alternativos se dio a través del desarrollo de distintas líneas, que superaron el enfoque simplista de remplazar un cultivo ilegal por uno legal. Además de las actividades de agricultura, los proyectos han incluido el turismo y la producción de artesanías. Esto no solo ha permitido responder a las fluctuaciones del mercado, sino tener distintas alternativas para los núcleos familiares. Las zonas que antes eran una de las fuentes principales de la producción de opio, hoy exportan sus productos a cadenas como IKEA.

Un punto para destacar es que la disminución de los cultivos ilícitos en Tailandia se dio en un periodo de notable crecimiento económico e industrialización que generó nuevas y abundantes oportunidades de empleo fuera de las zonas de producción de drogas ilegales. El crecimiento económico legal, también puede influir en la disminución de las economías ilegales, siempre y cuando el país esté preparado para abrir oportunidades a sectores históricamente excluidos.

El papel del sector privado y la generación de capacidades y alianzas con las comunidades en condiciones equitativas, son condiciones necesarias para generar un cambio sostenible en las zonas afectadas por los cultivos ilícitos. Al fin y al cabo, el problema de las economías ilícitas también es un asunto de equidad.

Las lecciones del caso tailandés no son del todo nuevas para Colombia. El país ha tenido debates en torno a estos temas y distintos gobiernos han incorporado uno o varios de estos elementos. En términos generales, podríamos afirmar que sabemos qué hacer, pero no sabemos cómo hacerlo.

La inercia de la política de drogas y el enfoque de corto plazo dirigido a apagar incendios, nublan la capacidad para diseñar y poner en marcha respuestas sostenibles. La fijación con los cultivos ilícitos, ligada al enorme impacto que ha tenido el narcotráfico en el conflicto armado y la violencia, han dejado en un segundo lugar a las comunidades que dependen de esta economía ilegal. El énfasis en la erradicación y las medidas de fuerza, muestras resultados inmediatos, pero no llegan a abordar la transformación territorial. La tarea pendiente es imponer la legalidad al mismo tiempo que el Estado construye legitimidad. Esta es la principal lección del caso tailandés.

 

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