FIP Opina / 1 de octubre de 2018 / Tiempo de lectura: 5 min.

Tensión máxima en Rojo y Negro

El Gobierno de Duque no podrá definir una política coherente de paz sin poner todas las cartas sobre la mesa.

Esta columna se publicó el 29 de septiembre de 2018 en lasillavacia.com Leer columna original

Los diálogos de paz con el ELN están en cuidados intensivos. Pero no por la suspensión de la Mesa de Conversaciones, ni por la desvinculación formal de los negociadores del Gobierno. Situaciones como esas resultan previsibles en procesos de este tipo y se pueden superar tomando las decisiones correctas.

La verdadera dificultad reside en que las partes se han parqueado en posiciones defensivas y tercas, y que llevan ya varios meses sosteniendo tesis que resultan inaceptables, tanto para la contraparte como para la ciudadanía. Si estas posiciones no se modifican pronto, será muy difícil superar el estado actual de cosas. Veamos el panorama.

El ELN se niega a abandonar la práctica del secuestro. Tras el incidente de Mayerli Cortés Rodríguez, de 16 años, se difundió un video de justificación en el que se argumenta que la niña era una informante de la Armada Nacional, y se pretende explicar que ese secuestro, llamado “detención”, sirvió para persuadir a la niña de realizar esta tarea.

Cómo si una posible violación del DIH por parte del Estado fuera una razón válida para realizar esta acción, a todas luces inhumana. El video retrata una faceta insensata y provocadora de este grupo armado.

Porque el secuestro, en todas sus modalidades, está proscrito en Colombia. Tras décadas de dolor, nuestra sociedad construyó un consenso social de rechazo rotundo en torno al secuestro, que no tiene matices ni excepciones. Sin importar los sinónimos que se usen, el secuestro, como la tortura, hace parte de las prácticas que atentan gravemente contra los derechos humanos y que están prohibidas por el derecho de guerra.

Es verdad que el secuestro tiene y ha tenido muchas funciones para el ELN. Fue su modo de hacerse conocer, fue su fuente de financiación principal, hace parte de la estrategia de justicia revolucionaria, resulta vital a la hora de amedrentar a la población a la que se cobran “impuestos de guerra” y es un modo de recoger información y de mandar mensajes.

También es cierto que el secuestro florece en las llamadas “guerras irregulares”. Cuando el actor que se rebela contra el Estado carece de la capacidad para desestabilizar militarmente a su contraparte, el secuestro es un eficaz modo de erosión de la confianza y de generación de ansiedad.

Pero en Colombia eso ya no importa. El secuestro es un tabú y quien quiera la paz debe abandonarlo, tanto en la retórica como en la práctica.

Por su parte, el Gobierno se ha negado a expresar con claridad su posición sobre el conflicto armado y sobre su disposición a sostener con el ELN un diálogo político distinto a un sometimiento.

Hasta el momento, el Comisionado Ceballos ha hablado sobre este asunto con prudencia y ánimo constructivo. Su lenguaje ha sido respetuoso y ha demostrado, mediante hechos, su entendimiento de la situación.

La prórroga de los recursos jurídicos que hacen posible la Mesa de Conversaciones y el contacto constante con las organizaciones sociales y con los gestores de paz son iniciativas relevantes y valiosas. En su caso, la incógnita central no reside en lo que dice sino en lo que no dice.

Siguiendo la línea del Presidente, el concepto conflicto ya no está presente en los discursos del Comisionado y, con su ausencia, se ha generado una brecha que resulta prácticamente insalvable.

¿Reconoce el Gobierno que en Colombia hay un conflicto armado interno y, por lo tanto, está dispuesto a realizar un diálogo de naturaleza política con el propósito de superarlo? ¿Sí o no?

No es un asunto menor, ni es un problema de semántica. Ese punto fue la manzana de la discordia entre Santos y Uribe y, por mucho que se esfuerce, el Gobierno de Duque no podrá definir una política coherente de paz sin poner todas las cartas sobre la mesa.

Porque una cosa es decir que varias de las estructuras del ELN se criminalizaron con el paso del tiempo y que sobre ellas se debe actuar con recursos más propios de la guerra contra el narcotráfico, y otra muy distinta es negar que el ELN sigue siendo una expresión político–militar con base social y postura ideológica.

El Gobierno podría, como ya se hizo en el pasado, explicar la raigambre social y la permanencia en el tiempo del ELN como un efecto de su relación con las economías criminales. Pero, al hacerlo, ignoraría la evidente insatisfacción de amplios sectores de la población con el modelo económico del país, y con los mecanismos políticos para expresar y tramitar esos disensos.

El efecto de esta negación, claro está, es la perpetuación de la violencia.

Este punto es central para enfrentar un proceso de paz exitoso con este grupo armado, pues desde que se sentaron por primera vez en la mesa, allá en los años ochenta, sus reclamos siempre han sido los mismos: participación y transformaciones. Y ellos son inviables en el modelo de negociación para la rendición de las armas. Es crucial que el Gobierno aclare su interpretación.

Hoy más que nunca, con la crisis de Venezuela y con el aumento de los cultivos de uso ilícito, la paz con el ELN es pertinente y necesaria para el desarrollo de Colombia. Ojalá las partes se muevan de donde están para que este proceso sea más que un cruce público de mensajes.

 

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