FIP Opina / 9 de enero de 2018 / Tiempo de lectura: 9 min.

Drogas: la guerra que no acabó y los riesgos que emergen

En medio de una reñida campaña presidencial, el aumento en las hectáreas de coca podría revivir las fumigaciones y endurecer otra vez la “guerra” contras la drogas. ¿Cómo reducir los cultivos sin hacer daño a la paz y al desarrollo?

Esta columna se publicó el 7 de enero de 2018 en razonpublica.com Leer columna original
Laboratorio de coca
Laboratorio de coca

¿Paz con guerra antidrogas?

En 2017 la agenda antinarcóticos le ganó el pulso a la implementación de los acuerdos de paz, en medio de la presión para detener el aumento de los cultivos ilícitos y la producción de cocaína.

Si bien el conflicto con las FARC terminó, la guerra contra las drogas continúa y las metas principales son la erradicación de cultivos, la incautación de cargamentos y las bajas de los nuevos “capos”.

En zonas clave para el narcotráfico se reactivaron las disputas armadas. Mientras que la tasa de homicidios en el país disminuyó, en los territorios con plantaciones de coca aumentó. En distintas ciudades y municipios, los mercados locales de droga y otras economías ilegales siguieron propiciando la violencia. Sin un horizonte claro, con falta de ideas y liderazgo, la política de drogas siguió en piloto automático.

Colombia volvió a caer en la trampa de pensar que “sin la coca, la paz no es posible”, suponiendo que el problema son las matas y no la necesidad de un Estado que funcione. Sin oxígeno, el Gobierno se puso la soga al cuello al fijar una meta de reducción anual de 100 mil hectáreas de coca.

El balance dado a final de año: más de 50 mil hectáreas erradicadas y un poco más de 10 mil sustituidas. Ahora, el Ejecutivo cruza los dedos para que el monitoreo de cultivos que se publicará en 2018 no arroje un nuevo aumento.

Tras la votación desfavorable en el plebiscito, la llegada de Trump, las contantes presiones para reactivar la fumigación y el reacomodamiento del narcotráfico, es probable que el presidente Santos no tuviera otra opción.

Mientras que el mandatario mantuvo su discurso reformista en el exterior, dentro del país prefirió la ortodoxia para apagar el incendio. La falta de una estrategia clara para contener el aumento de la producción de cocaína en medio de la negociación con las FARC le pasó factura al Gobierno y también al Acuerdo.

Pero sería absurdo atribuir la situación actual a este gobierno. El problema del narcotráfico en Colombia es profundo y persistente.

En 2018, los narcóticos harán parte del debate presidencial y serán una papa caliente para la próxima administración. Sin las FARC, pero con disidencias y con coca, el riesgo de que la agenda antinarcóticos se endurezca y gane espacios sigue latente. Además, las estrategias para responder al narcotráfico han sido a menudo parte del problema y no de la solución.

Lo que pasó en 2017

El cumplimiento del Acuerdo de Paz comenzó con un lastre pesado: el aumento notable de los cultivos de coca, que pasaron de 48 mil hectáreas en 2012 a 146 mil en 2016.

Durante el proceso de negociación con las FARC, no hubo una estrategia clara para contener la expansión del narcotráfico. Tras la suspensión de la fumigación, la política antinarcóticos quedó a la deriva, esperando que la firma del Acuerdo reestableciera el rumbo.

La apuesta del Ejecutivo consistía en que el desarme de las FARC crearía las condiciones para un descenso en la producción de drogas ilegales. La paz resultaría en menos coca. Pero por varios motivos, el efecto del desarme de las FARC no ha sido el esperado:

  • El Estado no tuvo una respuesta rápida para ocupar las zonas que eran controladas por esta guerrilla. Las Fuerzas Militares y la Policía se concentraron en crear y atacar “nuevas amenazas”.

  • Las organizaciones criminales, incluidas las disidencias, siguieron propiciando la producción y exportación de drogas ilegales. En el Pacífico colombiano y en la zona del Bloque Oriental de las FARC los relevos se dieron rápidamente.

  • El Programa de Sustitución de Cultivos comenzó forzadamente, desconectado de la reforma rural integral, con capacidades limitadas y bajo la presión de las altas expectativas de las comunidades.

  • La erradicación forzada se dio de manera acelerada y desarticulada, provocando tensiones con los esfuerzos de sustitución. Su despliegue careció de secuencia en términos de la intervención estatal y rompió la lógica de implementación de los Acuerdos.

  • Las poblaciones dependientes de los cultivos de coca resistieron la erradicación forzada, con bloqueos y movilización social.

  • En zonas clave para la producción de drogas ilegales como El Catatumbo y el Putumayo, hubo poca erradicación forzada y casi nada de sustitución voluntaria.

  • Las organizaciones de la sociedad civil que dicen representar a los cocaleros han tenido poca capacidad de construir alternativas de la mano del Estado, desempeñando más bien un rol de confrontación que de cooperación.

Es todavía pronto para medir los resultados del Acuerdo de paz. El Programa de Sustitución de Cultivos comenzó a operar en marzo de 2017 y la Reforma Rural Integral tiene un horizonte de diez años. Además, hay contenidos de lo pactado que aún no se han resuelto.

Con el tiempo que le queda, el gobierno Santos se irá con varias tareas pendientes:

  • La alternatividad penal para pequeños cultivadores no ha sido tramitada en el Congreso

  • Del Programa de Prevención de Consumo y Salud Pública no se tienen noticias

  • La estrategia contra el lavado de activos no ha pasado de ser un borrador.

Lo que viene para 2018

En medio del debate electoral, en marzo de 2018 el Departamento de Estado publicará los resultados del Monitoreo de Cultivo Ilícitos, lo cual marcará el tono de lo que viene:

  • Una baja en las hectáreas cultivadas podría darle un respiro al Gobierno, fortaleciendo la estrategia de erradicación forzada y dando tiempo a la sustitución voluntaria.

  • Si la cifra se mantiene en el mismo rango, vendrán las críticas de la oposición, pero el Ejecutivo podrá mostrar que consiguió contener la expansión.

  • Un nuevo aumento pondrá en aprietos al Gobierno y abrirá la puerta al endurecimiento en la agenda de drogas, lo cual incluirá presiones para reestablecer la aspersión aérea.

Independientemente del escenario, en pleno año electoral la agenda de drogas estará sometida de nuevo a tres fuerzas[1]:

  • La ideología: es decir, la idea de que es posible tener “una Colombia libre de coca” y que el problema de origen es el narcotráfico y no la debilidad del Estado y su incapacidad de proveer seguridad, justicia y bienes públicos.

  • La ignorancia: los prejuicios desinformados y sin evaluaciones sobre lo que funciona y lo que no.

  • La inercia: una vez aplicadas determinadas medidas, se seguirán repitiendo sin importar los resultados obtenidos.

A pesar de los millones invertidos en la lucha antinarcóticos tenemos poca idea de lo que realmente funciona. El Estado colombiano sabe muy bien cómo desmantelar carteles, incautar toneladas de drogas y erradicar matas de coca, pero no sabe transformar regiones, integrar zonas aisladas del país y evitar la corrupción. Por eso las fórmulas se repiten, con un divorcio permanente entre las políticas de seguridad y el desarrollo, que se traduce en una constante incoherencia y desarticulación.

El 2018 comienza con una gran incertidumbre en lo que respecta a la implementación de los Acuerdos, que tendrá que resolverse a través de la contienda electoral. El presidente Santos se despedirá de su mandato con un Nobel de Paz, pero sin poner fin a la guerra contra las drogas. La terminación de esa guerra o su intensificación quedará en las manos del nuevo mandatario.

¿Cómo hacer frente a la incertidumbre? Colombia carece de un sistema institucional claro y ordenado para responder al desafío del narcotráfico.

Su aparato normativo proviene de 1986 y no existe algo que pueda denominarse “política de drogas”. Los indicadores son básicamente los mismos desde hace más de dos décadas, la ejecución del presupuesto es poco transparente y son escasas las evaluaciones. A pesar de la gravedad del problema, el país no cuenta con una visión estratégica que oriente sus acciones, que están supeditadas a los funcionarios de turno y los llamados de atención del gobierno estadounidense.

Pero el tiempo de la incertidumbre es el tiempo de las instituciones y el próximo presidente tiene no solo la oportunidad, sino la responsabilidad de ordenar la casa y crear las condiciones para una respuesta de largo plazo. Por tanto es necesario:

Definir un Órgano Rector de la Política de Drogas: Se requiere una nueva arquitectura institucional que ordene la casa, que formule y articule la política de drogas.

Modernizar la legislación con un nuevo estatuto de estupefacientes: Estamos en mora de actualizar la Ley 30 de 1986. Se debe fortalecer el enfoque de reducción de daños en el ámbito de la salud, establecer definiciones claras para la dosis personal y de aprovisionamiento, y crear un sistema para las Nuevas Sustancias.

Dar la responsabilidad del Desarrollo Alternativo al Ministerio de Agricultura: El desarrollo rural en las zonas de cultivos ilícitos debe ser parte integral de la transformación del campo, con instituciones y recursos propios, y no un capítulo excepcional.

Definir una Visión Estratégica en el Plan Nacional de Desarrollo 2018-2022: Esta visión debe señalar una ruta coherente de transformación de los territorios afectados por la economía del narcotráfico, que vincule la seguridad con el desarrollo a partir de una lectura de los desafíos locales, equilibrando recursos y capacidades.

Fortalecer el Sistema de Monitoreo y Evaluación: Es decir, pasar de indicadores de gestión a indicadores de impacto. Las evaluaciones deben medir adecuadamente la efectividad y sostenibilidad de las medidas adoptadas. El reto principal es articular la agenda antinarcóticos con la desactivación del conflicto armado y la transformación de los territorios.

Colombia puede terminar la guerra contra las drogas. Pero para eso haría falta una estrategia inteligente contra el crimen organizado que -antes que reactivar la guerra- brinde las condiciones para restablecer la legalidad y la legitimidad del Estado, poniendo en el centro la protección y el desarrollo de los ciudadanos. Es una agenda que los candidatos presidenciales no deberían evadir y que los electores deberían exigir.

[1] Duflo, E. y Banerjee, A. en el libro “Poor Economics: A Radical Rethinking of the Way to Fight Global Poverty” señalan que las políticas para reducir la pobreza a estos tres factores que explican su falta de resultados e ineficacia.

 

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