FIP Opina / 31 de agosto de 2017 / Tiempo de lectura: 5 min.

Juntos pero no revueltos: seguridad rural en zonas violentas

La estrategia del Gobierno para garantizar la seguridad de las zonas veredales donde están las FARC requiere minuciosos procesos de articulación entre militares y policías ¿Qué desafíos implica?

Esta columna se publicó el 31 de agosto de 2017 en ideaspaz.org Leer columna original
  • Autore/as
  • Patricia Bulla
    Patricia Bulla Investigadora emérita
  • Liliana Mesias
    Liliana Mesias FIP Alumni

Tras la salida de las armas de las FARC de las zonas veredales –ahora espacios de capacitación y reincorporación–, el Ministerio de Defensa hizo públicas las estrategias con las que aspira a garantizar la seguridad de esa veintena de regiones y sus comunidades y también de los excombatientes. Entre esas medidas se destacan cinco:

1. Priorización de 166 municipios para la acción militar y policial. Para ello, se cuenta con las capacidades dispuestas por el Plan Victoria y el Plan Comunidades Seguras y en Paz que han movilizado 80.000 miembros de la fuerza pública.

2. Creación de un cuerpo elite de la Policía compuesto por 1.088 policías encargados de contrarrestar el crimen organizado, apoyar la consolidación territorial y la seguridad de líderes y defensores de derechos humanos.

3. Permanencia de las Unidades Básicas de Carabineros (UBICAR) –compuestas de 40 uniformado/as–, mínimo por tres años en los municipios que albergaron las zonas veredales, para fortalecer la convivencia. Estas unidades desarrollarán la estrategia IRENE para reconstruir el tejido social, que apoyarán inspectores de Policía.

4. A las UBICAR se sumarán militares distribuidos según una clasificación por niveles de complejidad. En los municipios de alta complejidad se tendrá un dispositivo de 450 a 500 uniformados y en las de media y baja complejidad de 281.

5. Creación de la “Carpa Azul”, un Puesto de Mando Interinstitucional (PMI) compuesto por la Defensoría del Pueblo, la Fiscalía General de la Nación, el Ejército Nacional, la Armada, la Fuerza Aérea, la Policía, Naciones Unidas y exmiembros de las FARC (cuando sea necesario).

Sin duda, estas estrategias fortalecerán a la fuerza pública en los territorios más afectados por la violencia, pero ello implicará minuciosos procesos de articulación entre militares y policías en contextos en los que diferentes actores a nivel local siguen poniendo en riesgo la seguridad de los habitantes.

En los últimos 60 años, la Policía y las Fuerzas Militares han compartido diversas tareas. Es usual que frente a problemáticas de crimen complejas el gobierno ordene la creación de unidades, tanto militares como policiales. Así ha ocurrido con la minería ilegal, el narcotráfico, el secuestro y la extorsión, entre otros. Bajo enfoques y regímenes legales diferentes, hay que decir que se han anotado éxitos, pero también ha habido redundancias, traslapes e incluso vacíos en la manera de enfrentar los fenómenos de inseguridad y violencia. Tanto así, que el común de la población no sabe a ciencia cierta cuál es la diferencia entre fuerzas militares y policiales.

Los municipios y regiones de alta complejidad –como muchas de las zonas veredales donde hoy se concentran las FARC– combinan subversión, delincuencia organizada, delincuencia común, desplazamientos, corrupción y violación a los derechos humanos. Se les conoce como zonas grises o híbridas y se abordan de manera coordinada, bajo el concepto de seguridad pública, que lejos de aclarar los dilemas en materia de roles y funciones de la fuerza pública, tiende a provocar la dispersión o duplicidad de recursos y de capacidades logísticas y humanas. Se suma, que el marco jurídico del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), no siempre es diáfano frente a las complejidades territoriales y la forma de abordarlo desde la fuerza pública. De ahí que frente a los desafíos territoriales de la transición sea necesario contar con mecanismos que superen estas dificultades y den claridad y transparencia al accionar coordinado.

Las estrategias anunciadas por Mindefensa fortalecen la presencia militar pero aún no resuelven la insuficiencia en materia de policía rural. De acuerdo con las categorías de ruralidad del Departamento Nacional de Planeación, el 84,7% del territorio nacional es rural y corresponde a 691 municipios. A su vez, el 30,4% de la población está en zonas rurales, lo que implica que para enfrentar los desafíos en materia de seguridad ciudadana se requiere personal suficiente que atienda la gran cantidad de municipios dispersos[1].

Actualmente, de los cerca de 180.000 miembros con los que cuenta la Policía Nacional, solo 14.600 –carabineros (8.600)[2] y uniformados de subestaciones de Policía (6.000)– atienden la seguridad ciudadana en zonas rurales. Esto evidencia la necesidad de aumentar el pie de fuerza policial, fortalecer la articulación interna entre direcciones policiales y establecer procesos claros de coordinación con otras fuerzas, no solo por la extensión territorial y el número de pobladores, sino porque los fenómenos que allí se presentan ponen en alto riesgo la seguridad de los ciudadanos y la estabilización requerida en el posconflicto.

Así las cosas, vale la pena abrir la discusión sobre los desafíos que implica la presencia permanente de militares en las zonas veredales y la necesidad de diseñar mecanismos de coordinación entre policías y militares –y de estos con el resto de la institucionalidad–, para el periodo de tres años que anunció el Ministerio, de manera que sus roles y funciones sean diáfanos y contribuyan efectivamente a la estabilización y el fortalecimiento de la seguridad ciudadana.

[1] Departamento Nacional de Planeación. Misión para la transformación del campo. Definición de Categorías de Ruralidad. Bogotá. 2014

[2] Debe tenerse en cuenta que no toda la capacidad de Carabineros está distribuida en el área rural.

 

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