FIP Opina / 24 de agosto de 2017 / Tiempo de lectura: 6 min.

Filo El Gringo: resistiendo a los violentos y a la estigmatización

Un peaje en la vía que conduce de Tibú al corregimiento de Filo El Gringo, en Norte de Santander, es un símbolo de resistencia en doble vía: contra los grupos armados que hacen presencia desde hace décadas y contra el mismo Estado.

Esta columna se publicó el 23 de agosto de 2017 en elespectador.com Leer columna original

Catatumbo”. Su sola mención causa temor y miradas de desconcierto. Esta región, ubicada en Norte de Santander, consigna muchas de las narrativas que se han convertido en lugar común: es cuna de guerrilleros, los palmeros son agentes del paramilitarismo, es el fracaso anunciado del postacuerdo, el que entra allá se lo llevan, y así. Incluso, estas narrativas han llegado a tal nivel de torpeza como la del presidente Juan Manuel Santos, cuando en mayo de 2016 comparó al Catatumbo con ‘El Bronx’ de Bogotá.

Es cierto: aún permanecen grupos guerrilleros; el crimen organizado no da tregua en espacios urbanos de Ocaña, Ábrego, Tibú y Puerto Santander; existen fuertes reservas respecto a la implementación del Acuerdo de Paz; hay tensiones sociales que pueden exacerbarse prontamente; desde ya se está cocinando un nuevo paro campesino; hay una enorme preocupación por el aumento de la tala ilegal, así como por la minería ilegal, en especial en Las Mercedes (Sardinata), por la que nadie da cuenta, pero debajo de cuerda le cuentan a uno: “sabemos que no es crimen, ni ‘paracos’, ni guerrilla, sino gente muy poderosa que ni dejan acercarse a los campesinos”.

Sin embargo, si uno sale de Cúcuta, toma la carretera que va hacia Tibú y, luego, la que va al municipio de El Tarra, se encuentra con colombianos que llevan años, día a día, intentando cambiar esos lugares comunes, poniéndole el pecho a los problemas que para ellos han sido la constante, pero frente a los cuales los gobernantes de turno sólo muestran señales de perplejidad o palabras para congraciarse ocasionalmente con una zona que dista de ser un caudal electoral atractivo.

Algo que llama la atención a primera vista cuando se llega al corregimiento de Versalles, en la vía que conduce de Tibú al corregimiento de Filo El Gringo, es un peaje que parece improvisado, con cadena y que cobra a todo tipo de vehículos. Pero no es ninguna improvisación. Este peaje no es una iniciativa de las FARC, ni del ELN o del EPL como irresponsablemente lo han dicho algunos periodistas. No. Se trata de un ejercicio de resistencia que se remonta al año 2010, cuando los pocos habitantes que había en ese entonces –pues muchos se fueron por los enfrentamientos entre paramilitares y guerrilleros– decidieron financiar el mantenimiento de la vía, la que, según cuentan, era una trocha imposible de acceder.

Más que un ejercicio de acción colectiva, se trató de uno de resistencia en doble vía: contra los grupos armados que hacen presencia desde hace décadas y contra el mismo Estado, esa ficción que no conocen o que otros han reemplazado, pero que en últimas sigue siendo una ilusión por llegar, un anhelo como el de la paz.

Sin quedarse sentados y cruzados de brazos, y contrario a los relatos de opresión absoluta de los grupos armados sobre la población, los habitantes de estos corregimientos, liderados por las Juntas de Acción Comunal (JAC), se congregaron para lo que sería una especie de mito fundacional: recaudar tributos para adaptar las vías y mantenerlas en buen estado con todos los mecanismos de control fiscal, como facturas y cuadernos de gastos. “Si no fuera por el peaje, esto sería intransitable, y sin que se pierda un peso. Esto no ha sido para financiar guerrilleros”, me dice un líder de Versalles.

Y digo mito porque es el referente que marca lo que hoy en día es un atisbo de identidad para estos colombianos: haber alcanzado autonomía comunitaria frente los grupos armados. En su momento, la iniciativa fue vista con recelo por parte de los grupos guerrilleros, quienes, incluso, los citaron para que explicaran de qué trataban los peajes. Los líderes de Filo El Gringo, acompañados de la iglesia católica, informaron que se trataba de una iniciativa comunitaria con todas las garantías de rendición de cuentas y el respaldo de la comunidad. “Fíjese usted, allá se les dijo que los peajes iban a seguir, no se les fue a pedir permiso”, me explica un habitante, en lo que pareció ser un primer grito de gobierno local.

Esa fue la forma de desarmarlos, como me lo explica otro en sus propias palabras: “Quítele el fusil a un violento y verá un cobarde”. En efecto, esos fusiles no dispararon y los armados, a pesar de que siguen la zona, son incapaces de inmiscuirse en asuntos comunitarios.

Esta experiencia pone de relieve la preponderancia de las Juntas de Acción Comunal como puente entre los habitantes de estas alejadas regiones y los gobiernos locales y departamentales. También muestra el potencial que tienen para convertirse en la bisagra que “baje” los acuerdos de paz y los ponga por encima de los intereses políticos de élites y organizaciones sociales advenedizas que los ven no como una oportunidad de cambio, sino como un botín más en su largo prontuario de nepotismo, ineficiencia e incumplimiento con los más elementales principios de cualquier democracia.

Los peajes, en tanto ejercicio de resistencia, desmontan el lugar común según el cual las poblaciones y las JAC son, sí o sí, gobernadas en la sombra por los grupos guerrilleros. Asimismo, resalta su capacidad de agencia en medio de uno de los entornos más violentos que hay en Colombia. El peaje, al que se refieren con humor como “la pequeña alcaldía”, se ha convertido en un referente y en una alegoría de lucha contra la estigmatización que sigue reina contra esta región del país.

No se trata de idealizarlas pues también representan un ejercicio político y no todas obran por causas comunes. Sin embargo, en experiencias como la de Filo El Gringo está la semilla de lo que sería una participación organizada y cohesionada para la creación o profundización de instituciones que permitan convertir el Acuerdo de Paz en una realidad. En últimas, como lo advierte Sergio Guarín y su equipo en la FIP, se trata de reconocer el entramado social y comunitario preexistente que cuenta con las capacidades, en diferente medida, para poner en marcha grandes transformaciones. Esto no se hará desde Bogotá, ni con diagnósticos trasnochados, ni con equipos que buscan renovar el territorio pero anclados en cuotas políticas regionales.

 

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