FIP Opina / 25 de octubre de 2016 / Tiempo de lectura: 6 min.

Cuidado con los cabildos

Pese a la fuerza ética de su planteamiento, los Cabildos no son una vía práctica para salir del atolladero

Esta columna se publicó el 25 de octubre de 2016 en las2orillas.co Leer columna original

Viene tomando fuerza dentro de algunos circuitos del 'Sí', la propuesta de fomentar de manera masiva los “Cabildos para la paz”. Esta idea, que fue planteada inicialmente por el connotado jurista Eduardo Cifuentes, ha sido comentada y complementada con detalle y profundidad por Rodrigo Uprimny y el audaz equipo de DeJusticia.

Telegráficamente, la historia es muy sencilla. Ante la depresión colectiva que experimentaron amplios sectores del país por los inesperados resultados del plebiscito, comenzaron a cuajar expresiones ciudadanas con una consigna en común: “no todo está perdido”. Mientras hubo quienes se lanzaron a denunciar la ilegalidad del plebiscito y a perseguir su anulación jurídica, también hubo grupos que plantearon salidas al estancamiento mediante la movilización de la ciudadanía.

Entre ellos, los más relevantes han sido los estudiantes universitarios. Estos, con creatividad y espíritu constructivo, han logrado consolidar un mensaje público potente y cargado de símbolos artísticos, que le ha permitido al Gobierno defender la tesis de la celeridad como principal demanda ciudadana. De modo más o menos simultáneo y en expresiones también aupadas por porciones del movimiento estudiantil, surgió la idea de los Cabildos para la paz.

La explicación de la propuesta no podía ser más intuitiva. Si el pueblo le dijo 'No' al acuerdo de La Habana mediante una expresión popular directa, qué otro modo más eficiente para contrarrestar este mensaje que un nuevo movimiento de la ciudadanía. Pero esta vez no desde el formato de las elecciones y las urnas, sino del de la democracia deliberativa directa. Alejándose del maniqueo 'Sí' o 'No', los Cabildos invitan a la reflexión y la discusión. A la apropiación de los contenidos.

El planteamiento, que sorprendió por su originalidad y acogida, hizo honor a una larga tradición de participación popular directa que se puede rastrear desde tiempos de la Independencia y que también tuvo un papel relevante en el proceso constituyente del 86. De hecho, el propio exmagistrado Cifuentes ha recordado sin descanso que fue un proceso de Cabildos Abiertos el que le dio la independencia a nuestro continente.

La intención inicial consistió en plantear una salida institucional –rebelde para resucitar políticamente el acuerdo de paz firmado en La Habana–, pero, con el paso de los días, la propuesta de los Cabildos se fue refinando en sus alcances y matizando en su funcionalidad. En efecto, se ha desarrollado paulatinamente como alternativa deliberativa y pedagógica con tres variantes: los Cabildos inmediatos para entregarle insumos al proceso de renegociación, los Cabildos para refrendar el Acuerdo ajustado, y los Cabildos que logran la virtuosa confluencia entre el debate posplebiscito con las FARC y el naciente y espinoso proceso con el ELN.

¿Cómo evitar que un asunto tan políticamente rentable como la paz (a favor y en contra) no termine por incentivar de modo negativo la presencia de políticos locales interesados en la reproducción del poder?

En ese contexto tengo la convicción de que, pese a la fuerza ética de su planteamiento, los Cabildos no son una vía práctica para salir del atolladero. Mi análisis es complementario a las consideraciones que ha expuesto Uprimny. En algunos puntos matizo sus consideraciones y me decanto por profundizar el escepticismo que en su caso es mucho más moderado.

En primer lugar, se debe recordar que en el ordenamiento jurídico vigente, los Cabildos son sesiones abiertas de las corporaciones públicas del nivel territorial y local (Asambleas, Concejos, JAL) en las que se estima conveniente la participación directa de los ciudadanos. Si bien existen tecnicismos que soportarían una interpretación diferente, es claro que en el espíritu de la norma, tal y como lo señaló la Corte en las sentencias de constitucionalidad de las leyes 134 y 1757, está el tratamiento de asuntos que preocupan a la gente con la entidad que es competente de “contestar” estos reclamos. De hecho, parte muy importante del procedimiento es que el Gobernador o el Alcalde le responda a la ciudadanía.

Esta relación de demanda y respuesta es propia de los mecanismos de la democracia participativa y su importancia no es accesoria. En efecto, como lo ha mostrado ampliamente el debate académico sobre este punto, la legitimidad que emana de los ejercicios de participación deriva precisamente de la efectividad de los mismos. Los ciudadanos le creen a un Estado que, frente a sus reclamos, actúa. Si esto es así, ¿qué competencia tienen las corporaciones públicas territoriales para discutir sobre mecanismos de justicia transicional o de elegibilidad política? Pareciera como si en la propuesta de los Cabildos, las autoridades locales volvieran a comprenderse como “razoneros” frente a otros que sí tienen autoridad.

En segundo lugar, y vinculado con el primer punto, se viene diciendo que la propuesta de los Cabildos se vuelve viable si sus promotores son capaces de delimitar los temas en discusión. Con esta sugerencia se pretende eliminar o minimizar el riesgo de que los Cabildos terminen concitando la agenda local sobre temas variados y que la discusión de fondo –que es la del acuerdo de paz– se pierda. Otra equivocación.

Porque precisamente la relevancia de discutir el acuerdo de paz en lo local consiste en que cada territorio pueda identificar los puntos que generan inquietud y, en una combinación de especulación informada y planeación por escenarios, reflexionar a fondo sobre las implicaciones territoriales que tendría una eventual implementación. Y eso, en cada lugar, atraviesa temas tan variados como la vocación productiva, el estado de los servicios, la provisión de bienes públicos y la corrupción. En este punto, los expertos en participación también señalan que para que la deliberación local tenga vigencia debe acoger una agenda que es difícilmente predecible. Se trata de reconocer que la participación ciudadana, alrededor de un tema tan crucial como la paz, es difícilmente domesticable.

En tercer lugar está el elemento, que no es de poca monta, del rol de los políticos locales en los escenarios del Cabildo Abierto. La propuesta tal y como se ha formulado, pretende que estos escenarios sean principalmente ciudadanos, pero la experiencia muestra que la capacidad de captura y cooptación de los espacios locales de deliberación por parte de los políticos más tradicionales es gigantesca y perniciosa. Experimentos de participación directa con altísimo reconocimiento, como los Consejos de Rehabilitación del PNR, terminaron sucumbiendo a la influencia de la manzanilla y el clientelismo. ¿Cómo evitar entonces que un asunto tan políticamente rentable como la paz (a favor y en contra) no termine por incentivar de modo negativo la presencia de políticos locales interesados en la reproducción del poder?

Preocupa que en las propuestas de revitalización de la participación entorno a la paz haya un desconocimiento de escenarios de construcción colectiva de acuerdos y de diálogo serio entre el Estado local y la ciudadanía que, pese a las grandes dificultades que implica la participación inducida, se han venido construyendo con legitimidad en los territorios. En municipios en donde las autoridades y la ciudadanía se la han jugado por establecer equilibrios precarios pero legítimos de diálogo en Consejos Territoriales de Paz, Comités de Justicia Transicional, Mesas de Víctimas o Consejos de Desarrollo Rural, sorprende negativamente que se invoque la importancia de convocar una serie de Cabildos de dudosa utilidad. Como si el despelote del diálogo entre élites no fuera ya suficiente.

 

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